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dominiquevernay

Las dulces espinas de Cristo

 

A finales de noviembre, mi madre, que siempre fue muy didáctica, solía presentarnos su proyecto navideño para incentivar nuestro espíritu de superación, antes de la llegada del Niño Jesús. Un año, recortó un enorme cielo de cartulina que tuvimos que llenar de estrellas; cada estrella representaba un postre al que habíamos renunciado o una palabrota menos. Otra vez, tuvimos que juntar briznas de musgo para el pesebre, a brizna por sacrificio –que así llamábamos también a una merienda de pan sin chocolate. 
Todo fue muy bien hasta que, un año, mi madre decidió presentarnos un nuevo proyecto de cara a la resurrección de Nuestro Señor. Había dibujado un Cristo en la cruz, pero la corona que llevaba no tenía espinas; a cada privación nuestra, podríamos subirnos a un taburete y pintar, una a una, esas espinas que faltaban. 
Fue en el preciso momento en el que añadía la espina de mi primera buena acción, cuando empecé a no ver las cosas tan claras. 
–¿Y si por lo menos pintásemos las espinas de colores? –le dije a mi madre al notar cierta extrañeza en la mirada de Cristo. 
–Un poco más de respeto –me contestó–, que eso no es ningún juego; las espinas de Cristo representan todas nuestras faltas y son muchas. 
–¿Pero por qué tengo que poner una espina si lo que he hecho... ?
–¡Anda, no seas tan preguntona! A Cristo tampoco le gusta las niñas preguntonas –me interrumpió, mientras se iba a toda prisa pretextando una cosa de esas urgentes de madres. 
Tampoco recuerdo si terminé de dibujar la espina o no, pero lo que sí sé, es que no volví a merendar pan sin chocolate.

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