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dominiquevernay

La comedora de penas

La comedora de penas

               Había comprado una caja para guardar penas. Hasta entonces las había tenido diseminadas en cajones, entre las páginas de cualquier libro... Aquel día me encontraba sentada en mi habitación intentando ordenarlas por tamaños y colores. Algunas crujían como hojas secas, otras eran tan grandes que las tenía que doblar para que pudieran caber. La caja estaba casi llena, y me preguntaba si no sería mejor deshacerme de todas o, por lo menos, de las repetidas. ¿Quemarlas? ¿Cambiarlas con alguien por otras que no tuviera? Pero andar con penas ajenas tiene su peligro. Indecisa, decidí tomarme un descanso. Hacía sol, salí a la calle.

             Al volver a casa oí un ruido extraño que venía de la habitación, era un ruido mitad ronquido, mitad ahogo. De puntillas me dirigí hasta la habitación donde me quede petrificada. Incluso en la fealdad más extrema existe armonía, pero la de aquella mujer, sentada en mi sillón con la caja de penas vacías en las rodillas, bramaba.

            Parecía estar descansado o apagada o muerta después de una hartura. Hilos de baba caían de las comisuras de su boca –semejante a la entrada de una madriguera en un secarral– hasta su cuarta barbilla. En un día caluroso como aquel, daba sofoco verla con esa especie de bufanda carnosa cayendo en cascada desde el mentón hasta el pecho. Debido a un extraño tic, el ojo derecho parecía estar hablando en morse a su oreja –derecha también– mientras el izquierdo parpadeaba, como una luz rosa de neón de burdel, sobre la punta de una nariz fofa, que se había ido a husmear en aquellos regueros de babilla de bilis de digestiones pesadas.

            Antes de que consiguiera reaccionar, la monstrua se empezó a remover en el sillón y me sonrió; una sonrisa verde que hizo que se llenara la habitación de olor a putrefacción. Entonces, me fije en que le quedaba aún dos o tres penas mías en las rodillas, pero antes de que pudiera hacer nada para impedírselo, las agarró con fuerza –pues eran escuridizas– y las engulló. Los hilos de babas se hicieron más caudalosos, su pecho se hundió, su papada se hinchó más y más y el resto de su cuerpo se retorció hasta extremos insospechables.

            Cerré los ojos unos segundos. Cuando los abrí de nuevo ya no había nadie en el sillón, solo una caja de penas vacía; la cogí, me fui al salón, encendí la chimenea y la quemé.

2 comentarios

Dominique -

Gracias Ana... y sí, tienes razón, a veces uno escribe sin darse cuenta de que escenas de pelis andan rondando en su imaginación. Besos

Ana -

Muy buena descripción de la comedora de penas. Me recuerda a algún personaje de Hayao Miyakazi.
Al menos las penas desaparecieron.
Besos