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dominiquevernay

El pensador de Rodin

El pensador de Rodin

Empezaba a notar cierto cansancio y, al igual que yo, la mayoría de los visitantes del parque de la naturaleza de Cabárceno. Eran las tres de la tarde. Merenderos y cafeterías habían sido tomados al asalto, pero había traído lo necesario —bocadillo y fruta— para no tener que meterme de lleno en aquel follón y disfrutar en paz de mi tentempié casero. Entré pues en uno de los recintos que se encontraba en mi camino. No había nadie y tampoco parecía haber mucho ambiente detrás de la gran cristalera de la que colgaba un cartel: «gorilas occidentales». Me senté en el bordillo en el que se asentaba dicha cristalera, y justo cuando me preparaba a dar un primer mordisco a mi piscolabis, noté que alguien me observaba desde el otro lado. Era un gorila macho, un «espalda plateada» realmente hermoso. Se acercó a mí y se sentó justo enfrente de donde me encontraba. Durante unos minutos, siguió con interés cada uno de los movimientos que hacía para llevarme el bocadillo a la boca, beber de la cantimplora y limpiarme la pechera de unas cuantas migas. Su mirada era tan inteligente que ya no sabía de qué lado del cristal estaba yo; tal vez estuviera escrito «mujer europea» en el reverso del cartel. Empezó a incomodarme la intensidad de aquella mirada en la que veía reflejadas mis propias preguntas y, como buena humana que soy, opté por la burla haciéndole mi mejor mueca simiesca. Al momento, me pareció ver tristeza en su ojos color miel y, con repentinas prisas, me levanté para recogerlo todo e ir a perderme entre mis demás ruidosos congéneres. Entonces, él también se puso en pie y fue a posar su enorme mano contra el cristal. Imité su gesto y no podría decir cuánto tiempo permanecimos así, sin cristal de por medio, las palmas de nuestras manos unidas así como nuestras miradas, fuertemente unidas por las cadenas de nuestros ADN. 
—Mira esta señora —murmuró una niña a la que no había oído llegar— está llorando.

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