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dominiquevernay

El perro verde

El perro verde

Esta mañana en el portal me cruce con el vecino del octavo. Es nuevo. No se sabe nada de él. 
—Es más raro que un perro verde —comenta doña Gertrudis cada vez que puede, o sea, un día sí y al otro también. 
No gusta en mi edificio que llegue gente nueva. 
— ¿A que no invitas a cualquiera a tu mesa? —pregunta mi vecina cuando le digo que no parece mala persona—, pues eso, ¿o acaso te gustan los perros verdes?
No siempre la sigo en sus razonamientos.
A mí, en principio, no me gustan los perros, así es que no creo que me molestase mucho que apareciera uno verde por el parque. A los normales, a los marrones, porque así los veo todos, me cuesta entenderlos.
—¡Es la alegría de la casa, no hay un solo día que no se despierte de buen humor!—me decía ayer un señor que se pasa los días en el parque con su chucho.
Intenté visualizar al perro levantándose sonriente de su cesto y quitándose el batín antes de meterse en la ducha, pero no lo conseguí. Era un perro corriente: movía el rabo, metía el hocico en cada porquería que encontraba, ladraba al pasar junto a otro perro y le olía el trasero.
—¡Cómo saluda a sus amiguitos! —se emocionaba el hombre. 
Visto así, no se puede negar que fuese educado, ¡y mucho!
Pero volviendo al perro verde del octavo, sí que se parece algo al can del parque, porque saludar, lo que se dice saludar, nunca deja de hacerlo.
—¿Y tú llamas saludar a enarcar una ceja? —me preguntó doña Gertrudis que empezaba a pensar que aquel olor a «pis» de la escalera, algo tendría que ver con la llegada del perro verde a nuestra comunidad.
No siempre la sigo en sus razonamientos.

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