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dominiquevernay

Las manos de mi madre tenían ojos

Las manos de mi madre tenían ojos

—No veo bien si me pongo guantes de goma para fregar.
Y yo la miraba hacer con una mezcla de asco, por lo que en aquel primer balde flotaba —unos cuantos fideos, una hebra de filete, migas reblandecidas...— y de admiración, por lo reluciente que salían después platos, cubiertos, ollas... del segundo balde, el del aclarado. Cuando éramos muchos para comer, había que cambiar el agua de los dos baldes una o dos veces y, para eso, tener una reserva de agua caliente en espera en la cocina de carbón.  
Hasta hacía poco, fregar los cacharros había sido una de las tareas de mi abuela que vivía con nosotros, pero cuando empezamos a encontrar pegotes de restos de comida entre los dientes de los tenedores, mi madre pensó que era mejor que la abuela hiciera otras cosas; esta se puso triste y decía que éramos unos remilgados, que por una cosita de nada había que ver cómo nos poníamos. 
—Puedes secar lo que voy lavando —le propuso mi madre.
—Vale, vale... tú mandas —contestó la abuela. 
Pero al poco sus manos se volvieron tontas, como si no tuviesen dedos, y se le iba escapando las cosas.
Entonces la labor de secar me fue encomendada, mientras la abuela, sentada cerca del fregadero para observarnos mejor, refunfuñaba. 
—Como si yo no fuese capaz de fregar unos cacharros...
—Abuela, por favor, no seas cabezota —suspiraba mi madre mientras con el dorso de la mano se rascaba la nariz—. ¿Por qué siempre pica la nariz cuando se tiene las manos ocupadas? (Foto de Arno Rafael)

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