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dominiquevernay

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         Relato ganador (ex aequo) del certamen Conectad@ en la Red, Día Internet 2007

 http://www.asturiastelecentros.com/index.asp?MP=43&MS=0&TR=C&IDR=1607

       

        Había encontrado trabajo en una casa de la urbanización más lujosa de la ciudad. Era lunes. Temía los lunes por todo lo que eso implicaba: un fregadero a rebosar de platos sucios, unos baños en los que habría que aspirar, borrar todo indicio de cuerpos peludos y un dormitorio, sólo comparable con la planta “mujer” de un gran almacén al final del primer día de rebajas.

        Al entrar en la habitación de los señores suspiré. Era peor de lo que me esperaba, y eso que Don Jaime estaba fuera de viaje de negocios. Recogí del suelo la primera cosa con la que tropecé: un zapato de tacón altísimo y, al levantar la cabeza, me fijé en el parpadeo de una señal naranja en la parte inferior del ordenador de la señora. Por descuido lo habrá dejado encendido, pensé. Intrigada, me acerqué a la pantalla y vi que a su derecha, en un  recuadro, se podía leer:

Carlos dice: “hola cariño, te necesito, contéstame ¿estás ahí?...

        Nunca antes me había atrevido a tocar la más minima cosa de un ordenador, salvo, claro está, cuando se trataba de quitarle el polvo. Pero ahora, sola frente a aquel parpadeo naranja, noté, al revés de la necesidad de apartarme como siente uno frente a la llegada de una ambulancia y su parafernalia, la de implicarme y de actuar. Con el ratón en la mano, y tal como lo había visto hacer a otros muchas veces, llevé la flecha hacia el recuadro y pinché… había acertado y el folio virtual se desplegó con la pregunta.

¿Estás ahí? repitiéndose una y otra vez con un sin fin de signos exclamativos y emoticones.

        Buscando las letras en el teclado con la misma aplicación que antes pelos en la bañera, contesté que no estaba la señora y que yo era la asistenta; no hubo respuesta, el ordenador quedó mudo.

        Entonces, seguí con mi trabajo: recoger una prenda tras otra asegurándome de poner lo sucio en lo sucio, y lo limpio en el armario; sólo sabía de un método para hacerlo bien que consistía en mirar y, en caso de duda, oler. A eso se veía reducido gran parte de mis mañanas de los lunes: separar la porquería de lo limpio, atisbar cualquier cerco, marca, mancha, rayón o resto amarillento, negruzco, grasiento en ropas, sábanas, toallas, puertas, estanterías, frascos de perfumes destapados, cromados de griferías de diseño y mármoles de Carrara… y todo, por un sueldo de miseria.

         A las tres y cinco nos encontramos, la señora y yo, en el hall de entrada:

--Ya me iba, dije mientras ella lanzaba una rápida mirada al reloj, asegurándose así de mi cumplimiento con el horario acordado antes de concederme un breve saludo.

 --Por cierto, añadí sacando ya el bono-bus de mi bolso, en el ordenador, un tal Carlos la andaba llamando. Le quise contestar pero…

—¿Pero cómo te atreves? se escandalizó la señora, como te atreves a husmear en lo más privado...

 —Tiene usted razón señora, dije, interrumpiendo a mi señora adúltera, a mí también me encantaría poder dejar de husmear en las cosas más intimas de su vida… pero se ve que en eso consiste mi trabajo. Por otra parte, creo que mañana mismo, y antes de la vuelta del señor de ese viaje tan oportuno, deberíamos hablar de los 50 euros de aumento que usted me prometió hace ya seis meses.

         Y sin más dilaciones salí a la calle. Me sentía fuerte. Había sabido utilizar un ratón, pinchar y dar a Ok… ya no sería nunca la misma.

 

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