—Los Reyes Magos no existen —oí cuchichear a mi hermana mayor al oído de Berta, su mejor amiga.
Hacía justo una hora que había llevado mi carta a correos para SS.MM. y, de la impresión, dejé caer el pan de la merienda. Tenía seis años y ya sabía demasiado como para haberme dejado engañar tanto tiempo. Por poner un ejemplo de cuanto sabía: antes de agacharme a recoger del suelo la rebanada de pan untada con Tulicrem, ya estaba segura de qué lado habría caído, y de lo que me iba a decir mi madre.
—Justo cuando acababa de fregar el suelo. Anda, vete a tu habitación y deja que lo limpie todo. Y no, no hay más merienda. Cenarás más.
O sea que ya sabía bastante como para suponer que lo que acababa de oír era una fantochada de mi hermana. Siempre se hacía la graciosilla cuando estaba con Berta. Pero yo tenía prueba de la existencia de los Reyes. En unas Navidades pasadas recordaba perfectamente haberlos visto llegar desde la ventana de mi habitación.
—Candela, ¿por qué dices que los Reyes no existen? —pregunté entonces al ver que mi madre había ido a por el friegasuelos y que no nos podía oír.
—No, no dije eso —me contestó antes de salir riendo y corriendo de la cocina, cogidas, Berta y ella, de la mano.
—¿Y a ti qué te pasa ahora? —me preguntó mi madre que entraba de nuevo con pocas ganas de perder más tiempo.
—Dice Candela que los Reyes no existen —contesté. Y para fingir que a mí me daba un poco igual que existiesen o no, me puse a hacer una «o» en la mesa con las migas de las meriendas de mi hermana y de su amiga.
—No le hagas caso, y deja de hacer eso con las migas, mira, se meten en los cortes del hule. Y digo yo, peor sería que los padres no existiesen... ¿no?
Aquella noche de Reyes me fue imposible dormir. La respuesta de mi madre me había dejado ante un problema tan complicado de resolver como los de doña Matilde cuando quería que contestásemos en menos de dos segundos a tres por ocho. ¡Si solo teníamos diez dedos cómo íbamos a poder calcularlo!
El caso es que a la mañana siguiente tenía claro que si había que escoger —porque parecía que sí, que era obligatorio escoger— entre un mundo sin Reyes Magos u otro sin padres, escogería el primero.
Al abrir los regalos me di cuenta de que una vez más faltaban muchas cosas de mi lista y que, sin embargo, había otras que nunca se me hubiese ocurrido pedir, como bragas y calcetines. A mi madre pareció gustarle el nuevo hule para la cocina, el mismo que hacía unos días había visto en el escaparate de la droguería de la esquina camino del cole.
—Tendré que pedírselo a los Reyes —había dicho guiñándome el ojo.