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dominiquevernay

El espejo

 EL ESPEJO

(Primera parte)

            Ya es tarde. María lo sabe por las sombras; de tanto estirarse se hacen con todo el sitio y echan al día. Observa los gestos de Sole, su madre, y no le cabe ya la menor duda: el día está agonizando. Son gestos de siempre pero, últimamente, la niña cree reconocer en ellos la precisión y el ceremonial de los del sacerdote antes de la eucaristía. Sin embargo, esta vez, no se trata del cuerpo de Cristo ni de resurrección, sino de su propio cuerpo y de muerte. Siente frío y miedo.

            Antes, no hace mucho, le gustaba oír el chirriar de los goznes de las contraventanas al cerrarse, pero ahora le suenan a quejidos. Su madre que se encuentra algo cansada le pide que muela el café para el día siguiente, mientras que ella termina de sacarle brillo a la chapa de la cocina antes de volverla a cargar.

            Sole está guapa. Lleva un moño al que la pequeña llama "moño caracola". Al final del día, y mientras la mujer trajina, algunos mechones que han conseguido escapar de la succión de esta concha tubular caen como serpentinas sobre su cuello. La primera vez que María se enteró de que a estos mechones rebeldes se les podía llamar "abuelos" le había hecho gracia, "abuelos traviesos"... y se había reído.

            Pero de eso hace mucho. Ya tiene siete años.

 

(Segunda parte)

 

            Sole canturrea alguna melodía, mientras ladea la cabeza para contemplar el reflejo de la luz de la bombilla en la chapa limpia; pasa la palma de su mano sobre la superficie aún tibia, suave y brillante. Le gusta. Luego, va llenando la cocina con piñas rojizas, huecas, leña seca y carbón color azabache. Cada vez que retira y recoloca las arandelas de la boca de la cocina, lo hace con movimientos rápidos de carcelero abriendo y echando cerrojos. La niña se sobresalta. El crepitar de la resina al arder le suena también a quejidos, y reconoce en las llamas presas en la cocina, imágenes de cuerpos retorciéndose en el infierno.

            –Esta cocina traga como una glotona –dice Sole.

            María le sonríe, pero baja la cabeza para que su madre no vea la lagrima que resbala desde su mejilla hasta su mano; en su girar incesante, hace que el polvo de grano molido vaya cayendo, como la arena de un reloj, en el cajoncito de madera del molinillo. ¿Quién pudiera retener el tiempo? Echa de menos a su abuela, ella lo sabía todo y no le tenía miedo a nada.

            María recuerda el movimiento de los dedos de su madre deslizándose sobre los párpados de la abuela, las sombras deslizándose sobre el día, las tinieblas sobre la luz...

            Se le hace un nudo en la garganta. Le gustaría poder chillar:

            –¡Mamá!... ¿Es que no ves lo que me está pasando?

            Pero la serenidad de su madre se lo impide. Es evidente que ella no sabe nada de miedos, de sombras ni de muerte... Y si se lo contase no lo iba a entender.

 

 

 (Tercera parte)

 

            Poco a poco, el olor a café recién molido y a resina quemada invade la cocina. Sole dice a la pequeña que ya es hora de que vaya a la cama, que mañana tiene que madrugar. María obedece, da las buenas noches a su madre abrazándola más fuerte que de costumbre, pero ella no lo nota.

            –Buenas noches hija, no hagas ruido que tu padre está acostado –le recomienda.

            Eso ya lo sabe. Sabe también que si le pidiese esperar un poco para subir con ella le contestaría:

            –No hija, tengo aún cosas por hacer.

            María deja sus zapatillas junto a la cocina para encontrarlas calentitas al levantarse; este gesto la tranquiliza, implica una mañana.

            Luego, sube descalza las escaleras de madera que la conducen hasta su habitación. Los sonidos que vienen de la cocina se amortiguan; ruidos reconfortantes que se apagan.

            Su habitación es pequeña, consta de una cama con su mesita de noche y, de frente a esta, un enorme armario con un espejo interior en una de sus puertas. María apaga la luz, y se dirige hacia una de las esquinas del dormitorio. De cara a la pared, la niña se va desnudando. Su cuerpo menudo, tiritando de frío y de miedo, se parece al de una marioneta. Entonces, justo antes de poder hacerse con el camisón, que tiene cuidado de dejar siempre muy a mano, oye el chirrido de una puerta que se abre... María deja que estalle su angustia.

            Sole ha oído el grito de su hija. Sube, abre la puerta de la habitación, enciende la luz, abraza la pequeña, la acuna y la oye repetir entre sollozos:

            –Yo nunca lo hago, yo nunca me miro al espejo, es la puerta que se abre sola, es el espejo que quiere que yo lo haga, es él que me busca y me mira.

            La madre le dice:

            –Solo es una pesadilla cariño, abre los ojos y cuéntamela.

            –No puedo abrir los ojos. ¿Es que no ves que estoy desnuda? Y no es una pesadilla. Por la noche, a las niñas que se miran desnudas en el espejo, se las lleva el diablo, me lo dijo el cura, mamá, me lo dijo el cura.

 

(Cuarta parte)

El padre también ha oído los gritos de su hija. Se acerca a Sole, hablan en voz muy queda y María solo oye a su madre que dice:

            –¡Maldito sea, ojalá se vaya al infierno!

            El padre se agacha para acariciar el pelo de la pequeña antes de salir de la habitación.  

             Sole acuesta a María y consigue que abra los ojos. Colocada de pie frente al espejo, la mujer empieza a desvestirse. La niña la mira. Muchas veces ha querido entrever este cuerpo, pero Sole ha sido siempre muy discreta: ni grandes escotes ni puertas entre abiertas.

            –¿Y bien? Aquí estoy, desnuda ante el espejo. ¿Qué ves en él?

            María se niega a mirar hacia el espejo, pero Sole insiste, rogándole que no tarde mucho en decidirse; hace mucho frío y va a coger un buen resfriado con tanta cabezonería. Esto último la convence de inmediato, no quiere que por su culpa su madre caiga enferma.

            –Te veo a ti mamá –susurra.

            –Si, esto es, me ves a mí. Nuestros cuerpos hablan de vida no de infiernos.

            La niña sonríe a su madre en el espejo.

            A la mañana siguiente, María se levanta más pronto que de costumbre y baja las escaleras corriendo a por sus zapatillas. Cuando llega a la cocina la seriedad de su madre contrasta con la luminosidad del día. Josefa, una beata de misa diaria, acaba de darle la noticia: el cura ha muerto a primera hora de la noche; se rumorea que su sirvienta le ha encontrado desnudo frente al espejo de su dormitorio.

            –Era mayor y tenía el corazón delicado –razona Sole– habría cenado demasiado.

            Pero la noche ha vuelto en la mirada de su hija y, de tanto estirarse, las sombras pueden con el día y con los muros de la casa.

            –Mamá, no me voy a morir frente al espejo... ¿verdad?

            María la mira fijamente a los ojos, mientras Sole se pregunta: ¿Qué queda por hacer cuando fallan las palabras?

            Al cabo de un rato, Sole sale al patio y coge el hacha del montón de leña. Entra de nuevo en casa y lleva a la niña de la mano hasta la habitación. Le dice que se quede en el umbral y que mire. Entonces, levanta el hacha, pero su hija se tapa los oídos y cierra los ojos.

            –Abre los ojos, ábrelos bien –le grita. La pequeña obedece, y la mujer golpea el espejo que se rompe en mil pedazos.

            Las dos se quedan unos segundos de pie frente al armario ciego. Solo les queda recoger los trozos de cristal del suelo sin cortarse.

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