¡Touché!
Anochecía. Se levantó de su mesa de trabajo y a juzgar por el silencio que le rodeaba supusó que, una vez más, se había debido de quedar solo en la sede de la editorial desde donde ejercía su trabajo de crítico literario. De pequeño ya se "enfrascaba " en lo que leía, así era como decía su madre, y con 50 años seguía igual. Con gestos mesurados ordenó su mesa. Cuando se disponía a ponerse el abrigo, un joven irrumpió en su despacho envuelto en el aire frío de aquella tarde invernal.
–¡Por fin le pillo! –lanzó con descaro.
El crítico recibió la frase como el guante que reta al duelo y, bajando la mano derecha que la sorpresa había congelado hacia el perchero, volvió hasta su mesa para atrincherarse antes de rogarle que se presentara.
–Bonito despacho.
–Confortable, diría yo.
–Ya veo, el gran crítico nunca descansa; yo digo “bonito” y usted dice “confortable”… Y si le dijera: “ es usted un hijo de puta”, ¿le parecería adecuado?
–Sigo sin saber quién es usted y me voy a ver obligado a llamar al…
–No, no será necesario –le interrumpió el joven–. No soy peligroso –añadió en un tono de voz desprovisto ahora de toda carga ofensiva; luego, se sentó en la silla que se encontraba delante de la mesa y murmuró con la cabeza entre las manos:
–De nosotros dos usted es el peligroso, por su culpa, soy autor muerto.
–No hace falta ya que me diga su nombre –contestó entonces el crítico acercándose a una de las estanterías para coger un libro.
Era una novela extensa; el hombre la sostuvo un rato en silencio con las palmas de las manos pegadas a las tapas, como queriendo volver a empaparse de todo el contenido de la obra con aquel contacto satinado. Luego, la dejó de nuevo encima de la mesa y siguió hablando.
–Es usted igual que cada uno de sus personajes, por eso he sabido quién era usted ¡tan exagerado, vehemente! Ahí reside su problema, cautivado por su propio personaje le resulta difícil no terminar aburriendo.
–Pero, ¿con qué derecho?…
Esa vez fue el crítico el que le interrumpió.
–Es mi trabajo y creo ser honesto con lo que hago. Además, me otorga usted un poder que no poseo; ninguna mala crítica puede hacer que un libro sea malo, ni una buena que un libro sea bueno. Usted sabe escribir, lo ha demostrado, pero no sabe sobre qué escribir.
–Ya que lo sabe todo, ¿por qué no me lo dice usted?
–Si lo supiera, no sería crítico literario sería escritor pero, si le sirve de algo, ahí tiene lo que dijo el padre de Carver a su hijo:
–Escribe sobre cosas que sepas*. Ahora, si me permite, tengo que irme. Tengo coche, ¿quiere que le acerque hasta su casa?
*Raymond Carver (25 de mayo de 1938 — 2 de agosto de 1988),
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