Cuestión de detalles
“Qui voit la mère voit la fille” ( dicho francés)
Con pocas palabras pero con voz firme Héctor dijo:
--No, no quiero.
Aquella respuesta cayó como una ducha de agua helada sobre todos los invitados allí presentes, una ducha helada sobre moños laqueados, cuellos almidonados, caras empolvadas.
Después de unos segundos de denso silencio llegaron los murmullos, los carraspeos, las miradas inquietas de gallináceas, hasta que el desmayo de la novia y el ataque frontal de la madre de ésta hacia Héctor, volvieron a enderezar moños, cuellos y papadas. Cogiendo al novio por la corbata, la mujer parecía querer arrancarle el “sí” y, de paso, matarle un poco.
--¿Por qué? gritaba una y otra vez.
Aparte del hecho de que Héctor estuviese ocupado en seguir respirando, lo que hubiera podido decir sobre el porqué de su “no” era aún demasiado confuso par él; lo único que sabía con certeza era que tenía que huir de todo aquello lo antes posible. En cuanto pudo liberarse de la presión de su atacante, balbuceó un atropellado “perdón” hacia la novia que, poco a poco, recobraba el sentido. Reprimiendo entonces unas terribles ganas de correr, optó por dar media vuelta con la cabeza bien alta y, a zancadas mesuradas, fue hacia el portón central abierto de par en par. Esta vez, los acordes del órgano fueron sustituidos por insultos que, a cada paso que daba, le lanzaban a media voz los invitados de la derecha, los de la novia:
--¡Sinvergüenza!
-- ¡Hijo de puta!
--¡Maricón!
--¡Mosquita muerta!
--¿Quién es la otra?
--¡Cabrón!
Los detalles, fijarse en los detalles para no perder la compostura, eso era lo que Héctor trataba de hacer. Entonces se concentró en la alfombra roja, sorprendido de lo mullida que era y de no haberse percatado de ello antes.
Aquel día, era la tercera vez que Héctor se fijaba en menudencias. La primera había sido por la mañana cuando, por una casualidad de puertas mal cerradas, había irrumpido en la habitación equivocada. Ayudada por su madre, Marta se estaba vistiendo de novia y, al oírle entrar, las dos mujeres se dieron la vuelta; al descubrir que era Héctor, le gritaron, con un rictus mitad espanto mitad rabia, que se fuera, que eso de ver a la novia vestida de blanco antes de la boda podía traer terribles consecuencias.
El joven salió de la habitación lo más rápido que pudo pero, no lo bastante como para no reconocer en el rostro de su novia, el mismo rictus que el que su futura suegra llevaba casi siempre colgado de sus facciones de amargada. Eso había sido el primer detalle del día y ahora, camino de su casa, se extrañaba de no haberse percatado antes del fugaz pero terrorífico parecido.
Luego, en su prisa por salir de la habitación Héctor, o el destino de nuevo, había hecho que la puerta quedase entreabierta y que oyera una frase, una simple frase que su novia había deslizado como en un suspiro mientras él se alejaba por el pasillo:
-¡Cómo me oprime este vestido!
Ése había sido el tercer detalle que Héctor había advertido y ahora, sentado en su casa, intentaba no pensar en nada. Cerró los ojos, pero no lo hizo lo bastante rápido como para no darse cuenta de que una de las numerosas fotos enmarcadas que tenía en la pared, todas de Marta y él sonriendo ante un mismo objetivo, estaba torcida. Se levantó para ir a enderezarla con un ligero toque en su esquina inferior derecha; la marca que había dejado en la pared indicaba que llevaba tiempo torcida. A Héctor le chocó no haberse fijado en ese cuarto detalle antes.
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