Pole dancing ( baile en barra)
Llevaba años trabajando en la notaría de Don Anselmo y ya estaba acostumbrada a sus cambios de humor.
Don Anselmo era viejo, al igual que su despacho situado en el primer piso de un inmueble venido a menos, eso sí, con blasón y con placa de latón de medio metro de ancho para sus cuatro ilustres apellidos.
El hombre presumía de no coger nunca el ascensor para subir los veinticinco escalones que había desde la calle hasta la notaría y nos invitaba a seguir su ejemplo para mantenernos en forma, a lo que las dos jóvenes de turno en prácticas, o sea, trabajando gratis, solían sacar chiste.
––¡Cómo no sea para mantener la forma de su tripa!...
El caso es que siendo la escalera de madera, el ruido que hacía al subir le delataba y daba tiempo a las chistosas a apagar sus Facebook para hacer que hacían y a mí, a enterarme de si llegaba de buen humor o no.
Si venía contento subía los escalones despacio (por la gordura) pero con pisadas regulares: pum, pum, pum… Si estaba de malas, entonces cojeaba y se podía oír una pisada fuerte, otra suave como cualquier cojo lo haría. Yo tenía una teoría para explicar aquella cojera intermitente: el mal humor se lo traía de casa como un chicle o mejor dicho, si me permiten la expresión, como una mierda pegada a la suela de su zapato, pero nunca debajo del mismo; a eso último nunca le pude encontrar explicación alguna.
¿Qué sería lo que le ponía de mal humor tan temprano? … Por lo que decían las chicas que, al igual que yo tenían que aguantar sus malos modales, era que venía «mal servido» de casa; tal vez fuera cierto, pero yo de esas cosas no entiendo.
Luego, había otros indicios bien claros para que nos preparásemos para lo peor. Una vez sentado a su mesa, nos mandaba traer las carpetas de los asuntos más pesados (a asunto pesado, carpeta pesada) y ponía su sillón de orejas de cara a la pared para poder vernos entrar, cargadas como mulas, desde el espejo que tenía colocado a tal efecto.
No cabía duda de que disfrutaba del espectáculo; teníamos que hacer auténticas piruetas para abrir la puerta de cristal de su despacho, que tenía una barra vertical de acero de arriba abajo a modo de tirador. Vacilábamos ante aquella puerta, con una pila de carpetas en una mano y un café hirviendo en la otra, antes de empujarla con una rodilla, un codo, la frente o con las tres cosas a la vez. Cuanto más joven era la becaria, más corta la falda y más arriesgada la técnica (¡las aprendices llegaban a utilizar hasta el trasero!... yo no, que con dos hernias lumbares no me podía arriesgar a tanto), más emocionado se ponía Don Anselmo y eso, no lo digo por decir, lo digo por los golpecitos que iba dando sobre el brazo del sillón con el anillo de oro y diamantes de su anular amorcillado; cuanto más joven la chica y más corta la falda más se aceleraban los golpecitos.
Lo que hacíamos eran auténticas acrobacias de baile en barra para que no se nos cayera nada y, si de esa nueva modalidad de baile sabía algo, era porque las chicas me habían contado que era como una gimnasia exótica o erótica… bueno no sé, no recuerdo bien la palabra pero seguro que era una de esas raras.
Un lunes a primera hora, me encontraba sola en la notaría cuando vi llegar a Don Anselmo con un cojear del pie derecho que no presagiaba nada bueno; la plasta que traía de casa debía de ser de campeonato, me tenía que ir calentando para el baile en barra con carpetas y café.
Sin embargo, en vez de eso, me preguntó por «sus nuevas becarias», como le gustaba llamarlas y pareció disgustarse aún más cuando le recordé que no empezarían a trabajar hasta el día siguiente.
––¡Puede retirarse y que no me moleste nadie! ––añadió sin siquiera mirarme.
Molesta, me volví a mi sitio cuando, al poco, me pareció oír como unos quejidos viniendo de su despacho. Preocupada por si le hubiese pasado algo, entré sin llamar por la puerta esa del demonio. Sentado en su sillón girado, con la cabeza ligeramente inclinada hacía delante y una especie de tembleque en la mano derecha, parecía estar sufriendo un ataque. Al oírme entrar, levantó la cabeza y, por el espejo, pude ver su cara pasar del éxtasis al horror al tropezar su mirada con la mía.
Por lo menos no está muerto, pensé y, desde la puerta, le dije en tono muy servicial:
––¿Le ayudo?
Lo único coherente que pude entender, a parte de una grosería que preferiría no tener que repetir aquí, es que me fuera y que nunca hubiera sospechado eso de mí.
Desde ese día me mira de forma diferente; ¿por qué será?
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Dominique -
Coque -