Miradas
Le ha despertado. Con la mirada enmarañada aún de telarañas de sueño, el pequeño mira a su abuela que se inclina hacia él para desatarle de la sillita de seguridad del coche.
–¡Pero qué complicado se ha vuelto todo!... Que si ata, que si desata. Pobre espalda mía, ¡menos mal que ya llegan tus papás!
Sam está acostumbrado a las largas parrafadas de su abuela y sonríe al reconocer la palabra "papás"; la repite.
–Sí, eso es, papá y mamá están a punto de llegar. Enseguida aterrizará su avión y los veremos llegar –le explica la abuela antes de ponerle en el suelo y cogerle de la mano para dirigirse del aparcamiento a la terminal del aeropuerto.
"Avión", otra palabra que el niño ha reconocido. Levanta la cabeza, mira hacia arriba en busca del cielo; esta es su otra manera de repetir las palabras.
Frente a un panel informativo la mujer se da cuenta de que, una vez más, ha llegado demasiado pronto. Es una de sus manías: apurarse para quitar de delante cualquier cosa que tenga que hacer, por mínima que sea. Pero luego pasa lo que pasa y medio disculpándose dice:
–¡Pues ahora a esperar!
Como en señal de conformidad, Sam vuelve a colocarse el chupete en la boca, luego empieza a investigar lo que tiene más a mano.
El pequeño juega ahora a alejarse unos pasos de su abuela para volver corriendo hacia ella. Sentada frente a la puerta de llegada catorce –la que corresponde a la del vuelo de su hija y yerno– le llama en cuanto se separa de ella de más de diez pasos y lo recibe con los brazos abiertos en cuanto regresa para esconder la carita entre los pliegues de su falda. No hay reglas escritas para este juego que repiten una y otra vez, solo miradas cómplices.
De repente, la puerta de llegada numero catorce se abre sobre la primera pasajera. Es una mujer joven; se queda quieta en medio del paso para realizar un barrido visual de ciento ochenta grados. Ya los ha visto.
–¡Chiquitín mío! –lanza mientras se acerca a su hijo y, agachándose, le tiende los brazos.
La abuela se ha levantado. Sam parece salir de entre los pliegues de la falda plisada como una paloma del fular de un mago.
–¡Mira quien ha llegado!, es mamá...
El chupete cuelga ahora del prendedor Pocoyo y el niño observa a la recién llegada con mirada de viajero intergaláctico; unos segundos, demasiado tiempo.
–¿Es que no me reconoces? –dice la madre con cara compungida.
–¡Claro que te reconoce! –y empujando el pequeño hacia su hija– ¿verdad que quieres mucho a mamá?
Demasiado tarde. La puerta se vuelve a abrir sobre un hombre joven cargado con dos maletas. Ve a su hijo expectante frente a la mirada de regla de medir de su mujer.
El hombre pone una rodilla en el suelo, abre los brazos y lanza un sonoro:
–Hola Sam, ¿quién es mi campeón?
Sam corre hacia su padre. La madre baja los brazos, se endereza y se acerca a la abuela con mirada de galimatías.
–No dejó de preguntar por ti ni un solo día –le susurra esta última mientras le da un beso de bienvenida.
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Cristina -