Tiempo de milagros
No sabía nada, y me empeñaba en creer que el tiempo de los milagros crueles aún no había terminado (Stanisław Lem, Solaris). Vivía en un estado de angustia permanente y todo a mi alrededor, desde los detalles más insignificantes, se tornaban presagios de grandes males. ¿Cómo había empezado todo?... Yo no lo podía recordar pues remontaba al momento mismo de mi concepción, cuando mi madre sintió cómo una corriente eléctrica le recorría todo el cuerpo:
–Ya estoy preñada, dalo por hecho, será niña y de mayor solterona.
Mi pobre padre, con las piernas aún flojas por la corriente propia del momento, se permitió sugerirle que, lo que ella tomaba por premonición, no fuera tal vez más que la reacción normal de su organismo al placer.
–No sé de lo que me hablas –le contestó malhumorada recolocando los faldones de su camisón de franela, pero tú vete preparando, no tendrás un heredero varón, será niña, feúcha y se llamará Emma.
Criada entre misales por parte de la rama materna y libros de esoterismo por parte de la paterna, mi madre, niña mimada de familia acomodada, no careció de nada salvo de sentido común y, como de tal palo tal astilla…
–¡Qué rara eres Emma! Siempre buscándole tres pies al gato. Las cosas son como son, muchas, inexplicables, otras, imprevisibles, injustas, irremediables… Pero, ¡a vivir que son dos días! –me aconsejaban constantemente las pocas personas que aún me frecuentaban.
–Pero es que no os dais cuenta de que…
–No, la que no se da cuenta de nada eres tú. ¿Dónde está tu sentido común?
A esa pregunta no había podido responder nada. Si desde que tenía uso de razón utilizaba cinco sentidos, ¿de dónde salía aquel sexto sentido del que me hablaban?
Tenía que averiguarlo y hacerme con él de la manera que fuera.
Como habían tenido que pasar sesenta años para que tuviera noticias del sentido común, supuse que sería algo muy íntimo, situado en uno de esos lugares del cuerpo de los que las personas decentes no hablan. Tenía que actuar con la mayor discreción.
Don Rodolfo, vecino rico del quinto, viajaba a menudo a Paris de donde traía unas revistas. Una vez leídas, se las dejaba al portero y, por su manera de esconderlas cuando alguien le interrumpía en su lectura, deduje que podría tratarse de cosas íntimas. Decidí hacerme con una al menor descuido del hombre; y así hice.
Cuando llegue a casa el corazón me latía con fuerza; era el primer hurto de mi vida, estaba muy excitada. Me quité el abrigo, me puse los anteojos de ver de cerca y me senté a la mesa donde había dejado la revista.
Muy manoseada, se había abierto sola en una de las paginas cuyas esquinas marchitas indicaban frecuentes lecturas. Eran fotos de mujeres posando semi desnudas: unas de pie, otras sentadas en posturas muy incómodas, otras tumbadas sobre falsas alfombras persas o sofás de terciopelo. Sus lánguidos cuerpos de textura de masa de pan, de muñecas de trapo suave, parecían necesitar de los elásticos de los ligueros, del almidón de las enaguas y de las ballenas de los corsés, para poder mantenerse en aquellas poses de auténticas gimnastas.
Sentí que me ruborizaba, pero tenía que mirarlas detenidamente si quería dar con el sentido común de una de ellas o con un trocito por lo menos. Seguí con el dedo índice el contorno de sus manos, de sus ojos, de sus labios, orejas… no quería que se me escapara ningún detalle. Eran todas muy guapas y parecían sonreírme, pero escogí a una de ellas, a la más traviesa, para dejar que mi dedo llegase hasta los recuadros de piel que quedaban libres, entre los bordes de sus medias y el encaje de los elásticos de su liguero. Debí de hacerle cosquillas.
De repente, sentí como una corriente eléctrica me recorría todo el cuerpo. No podía ser más que una señal, la señal inequívoca de que, para mí, había terminado el tiempo de los milagros crueles y que empezaba el del sentido común.
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