Hablemos en serio
Regla número uno: «Escribir cada día, tengas algo que decir o no.» Y no sería problema ninguno, si no me hubiese planteado desde un primer momento no escribir nunca sobre cosas que no hayan ocurrido de verdad, porque, ¿quién no está un poco harto de tener que imaginar tantos mundos imposibles?
Pasamos nuestra infancia imaginando cómo serían los auténticos Reyes Magos y el Ratoncito Pérez con su bolsa de dientes al hombro. Luego, cómo sería el infierno al que iríamos a parar por haber dicho una palabrota o pensado en cosas indecentes; también tuvimos que imaginar cómo serían esas indecencias –aunque esto último, hay que reconocerlo, resultaba ameno–. En clase tampoco nos librábamos de imaginar cosas, como por ejemplo que comprábamos diez caramelos y que le regalábamos tres a un amigo... ¡vaya despilfarro!
Y podría seguir con una lista interminable de cosas que tuvimos y que tenemos que imaginarnos: un mundo mejor con los malos encerrados y los buenos unidos y felices... Francamente, es agotador.
Así es que cuando dije en el relato anterior que me había cruzado con Dios en zapatillas en las escaleras de casa, pues es que fue así y no hace falta que el lector haga esfuerzo mental alguno para visualizar la escena: un señor que se llama Dios, unas escaleras de granito rosa Porriño, unas zapatillas de borreguillo... vamos, nada del otro mundo. Y si a eso alguien me contesta que a quien él ha visto es al Espíritu Santo en camisón, pues le daré la enhorabuena y le diré que no se lo piense dos veces y abra un blog para contarlo. La gente está harta de tener que imaginar cosas, lo que quiere de verdad es una pequeña dosis de realidades diarias, de mundos tangibles y lo entiendo.
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Dominique -
B -