Seudónimo: Lucifer
Decidí venderle mi alma al diablo porque no me gusta guardar cosas que no sirven. Supongo que me llegaría de fábrica con un acabado perfecto y que solo fue a los diez años de vida cuando empezó a darme guerra... sí, diez años, lo que tarda cualquier electrodoméstico en estropearse. Pero lo malo de mi alma es que no se volvió inservible a la primera, no, fue muy poco a poco.
Primero, le salieron bolas en las partes más expuestas, igual que las de los jersey a la altura del pecho o de la tripa, según. Luego, llegaron los rotos de grandes caídas y los zurcidos correspondientes cada vez más toscos. Cuando después de un tropezón mío en aguas fecales quise lavarla, no encontré en su interior la etiqueta con las recomendaciones de limpieza y secado y, al no saber exactamente de qué estaban hechas las almas, decidí arriesgarme dando a la tecla del programa "almas muy sucias" ; el resultado fue desastroso, mi alma había encogido de tal manera que no me abrigaba en invierno y me estorbaba en verano. Y así fue como la deje olvidada en el fondo de un armario, hasta hace unos días cuando, en plena limpieza primaveral, volví a encontrármela. Las polillas habían dado buena cuenta de ella y no quedaba más que migajas de alma que junté como se hace con las de pan en las cenas aburridas. Conseguí una bola de color grisáceo y olor a caducado, pero no importaba y decidí venderla al diablo. En épocas de exceso de desalmados se pagan fortunas por cualquier cosa que tenga un ligero parecido con un alma y el diablo lo sabe. En cuanto la puse a la venta, Lucifer apareció.
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