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dominiquevernay

La perra que salvó a todo un pueblo

Las guerras nunca podrán caber entre dos fechas, siempre desbordan

  A unos tres kilómetros del pueblo, se encontraban las instalaciones que habían permitido que el enemigo reinase como amo y señor durante el periodo de ocupación. Ahora, el comandante tenía la orden de volar todo aquello antes de la retirada.

            –Mi Comandante, todo está listo para la voladura y, con su permiso, me gustaría que supiera que ha quedado bastante dinamita como para que toda esa gente se acuerde de nosotros.

            Lo dijo con voz fuerte; nadie hubiese podido reconocer en aquellas palabras el idioma de Goethe. El comandante no contestó de inmediato y se limitó a reemprender su deambular marcial, en la inmensa explanada ahora en pleno bullicio antes de la huida.      Pensaba en Catherine a la que no volvería a ver y en todas aquellas noches pasadas con ella, los dos tan ajenos a todo lo que les rodeaba. Sabía lo que tenía que hacer, estaba decidido y, con voz firme, se dirigió a su ayudante quien, inmóvil como un soldadito de plomo en medio de tanto vaivén, esperaba aún la respuesta.

            –Ordene volar únicamente el campo, y avise a todas las granjas de los alrededores para que abran sus ventanas y evitar así roturas de cristales y todo desperfecto.

            La mirada del capitán destelló rabia pero calló, y su entrechocar de botas fue sentido por el comandante como una señal de desafío más que como una marca de respeto. Luego, dando media vuelta, el comandante se fue en dirección al vehículo que le llevaría hacia no se sabía qué oscuro destino. Echó una última mirada en dirección al pueblo: su campanario, sus veintiocho altas chimeneas de fábricas de sombreros… tierra conquistada luego perdida, la tierra de Catherine.

 

            Mientras tanto, en la plaza del pueblo empezaba otra guerra. Había que castigar a todas aquellas mujeres que habían confraternizado con el enemigo, había que afilar tijeras y maquinillas para marcarlas y que sintieran la vergüenza de todo un pueblo que, hasta ahora escondido, necesitaba de chivos expiatorios. Sentada en un taburete alto en plena Plaza Mayor junto a otras cinco mujeres, Catherine sintió la suave caricia de los mechones de pelo cayendo en su cuello, se estremeció, recordó las manos del hombre, luego, cerró los ojos.

            En la Plaza Mayor abarrotada de gente, solo se podía oír el ruido de los tijeretazos que, junto al de miles de zancadas grises alejándose, ahogaba los insultos lanzados a las mujeres de cabeza rapada:

            –Perras de alemanes, perras de alemanes...

            Unos meses más tarde, Catherine, una de esas seis perras sería madre.

 

                          Escrito y firmado en Chazelles -sur-Lyon por:

                                     El cachorro de la perra que salvó a todo un pueblo  

 

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