Cinco de enero
(Seis de la mañana)
Suena el teléfono. Es mi madre.
–¡Felicidades hija!... Tal vez sea un poco pronto pero temía que se me pasase. ¡Sesenta y uno años ya! ¡Hay que ver! Aún recuerdo lo mal que lo pasé en el parto. ¡Un día entero para salir, y de nalgas!…¡Y que fea eras al nacer!… Bueno, pues que pases un feliz día y... ya verás cuando tengas mi edad, eso sí que es duro. Pero te dejo que tengo mucho que hacer. Te esperamos esta noche para cenar, algo muy sencillo, tu padre y nosotras dos, nadie más.
–Vale, hasta esta noche, gracias por llamar, y recuerda que las fiestas sorpresas no me van.
Esta última cosa mi madre no la ha oído. Tiene "l'oreille fine mais selective". Ya ha colgado. Sabe que si sigue hablando se le va a escapar lo de la fiesta sorpresa que cada año se empeña en prepararme, después de prometerme que no lo hará. Hace mucho ya que decidí seguirle el juego, y si hubo un tiempo en el que todo eso –de que nací de culo, de que era fea, y de que envejecer es la leche de malo– me producía bastante desazón, creo que si mi madre cambiara ahora una sola coma de su precioso monólogo-cumpleañero me sentaría muy mal... ¿Qué motivo tendría entonces para justificar estas tremendas ganas de llorar que me están entrando?
Ahora vistazo rápido en el espejo para confirmar las virtudes del botox y del retinol, y asegurarme de que el paso del sesenta al sesenta y uno no ha tenido efectos instantáneos, tipo: "¿pero qué coño me ha pasado esta noche?” No. Todo normal. "Sólo las arrugas confieren a la mujer su carácter y su personalidad". ¡Y una mierda! Una frase tan patética como una sonrisa de labios siliconados y tan inútil como un chaleco salvavidas agujereado.
Ya estoy lista.
Llueve. Sentada al volante de mi Smart me dejo atrapar en el atasco, y como siempre tengo la sensación de encontrarme en la fila de los tontos. Miro a uno de los coches con los que juego a “tonto el que llegue el último” y veo a un pequeño sentado en su asiento espacial. Observa lo que le rodea con mucha serenidad. Parece estar de vuelta de todo, inmune al tremendo jaleo que le rodea. Me pregunto entonces si no sería cosa de mandar a analizar los nuevos productos de alimentación infantil; tanta apatía me parece sospechosa. Pero al cabo de un rato de “te veo, no te veo” el pequeño extraterrestre parece aterrizar, gira la cabeza y me mira. Le sonrío… Nada. Le vuelvo a sonreír... Nada. Le saco la lengua y… ¡Sorpresa! Su cara se ilumina en una sonrisa de luna creciente que deja al descubierto seis dientecitos como seis velitas. Solo pusiste las decenas, amigo, pero por lo menos te acordaste de que hoy es mi cumple.
Mientras sigo en la fila de los tontos, mi hermoso bebé-pastel de cumpleaños desaparece en la de los listos. De todas formas... ¡gracias!
Suena el teléfono. Es mi madre.
–¡Felicidades hija!... Tal vez sea un poco pronto pero temía que se me pasase. ¡Sesenta y uno años ya! ¡Hay que ver! Aún recuerdo lo mal que lo pasé en el parto. ¡Un día entero para salir, y de nalgas!…¡Y que fea eras al nacer!… Bueno, pues que pases un feliz día y... ya verás cuando tengas mi edad, eso sí que es duro. Pero te dejo que tengo mucho que hacer. Te esperamos esta noche para cenar, algo muy sencillo, tu padre y nosotras dos, nadie más.
–Vale, hasta esta noche, gracias por llamar, y recuerda que las fiestas sorpresas no me van.
Esta última cosa mi madre no la ha oído. Tiene "l'oreille fine mais selective". Ya ha colgado. Sabe que si sigue hablando se le va a escapar lo de la fiesta sorpresa que cada año se empeña en prepararme, después de prometerme que no lo hará. Hace mucho ya que decidí seguirle el juego, y si hubo un tiempo en el que todo eso –de que nací de culo, de que era fea, y de que envejecer es la leche de malo– me producía bastante desazón, creo que si mi madre cambiara ahora una sola coma de su precioso monólogo-cumpleañero me sentaría muy mal... ¿Qué motivo tendría entonces para justificar estas tremendas ganas de llorar que me están entrando?
Ahora vistazo rápido en el espejo para confirmar las virtudes del botox y del retinol, y asegurarme de que el paso del sesenta al sesenta y uno no ha tenido efectos instantáneos, tipo: "¿pero qué coño me ha pasado esta noche?” No. Todo normal. "Sólo las arrugas confieren a la mujer su carácter y su personalidad". ¡Y una mierda! Una frase tan patética como una sonrisa de labios siliconados y tan inútil como un chaleco salvavidas agujereado.
Ya estoy lista.
Llueve. Sentada al volante de mi Smart me dejo atrapar en el atasco, y como siempre tengo la sensación de encontrarme en la fila de los tontos. Miro a uno de los coches con los que juego a “tonto el que llegue el último” y veo a un pequeño sentado en su asiento espacial. Observa lo que le rodea con mucha serenidad. Parece estar de vuelta de todo, inmune al tremendo jaleo que le rodea. Me pregunto entonces si no sería cosa de mandar a analizar los nuevos productos de alimentación infantil; tanta apatía me parece sospechosa. Pero al cabo de un rato de “te veo, no te veo” el pequeño extraterrestre parece aterrizar, gira la cabeza y me mira. Le sonrío… Nada. Le vuelvo a sonreír... Nada. Le saco la lengua y… ¡Sorpresa! Su cara se ilumina en una sonrisa de luna creciente que deja al descubierto seis dientecitos como seis velitas. Solo pusiste las decenas, amigo, pero por lo menos te acordaste de que hoy es mi cumple.
Mientras sigo en la fila de los tontos, mi hermoso bebé-pastel de cumpleaños desaparece en la de los listos. De todas formas... ¡gracias!
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