Avelino
En mi pueblo, como en la mayoría de los pueblos, había un tonto oficial y ese era mi vecino Avelino. Nacido cuatro años antes que yo, había gastado todas sus energías en crecer a lo alto y a lo ancho; no había quedado para más, y en aquel cuerpo de adulto prematuro su cara se debatía entre la perplejidad y la euforia. Cuando a los siete años empecé a sentir vergüenza por ir en una bicicleta con ruedecillas, acudí a él para que me sujetara en mis primeros intentos con una de mayor. Durante más de una semana se nos vio y se nos oyó por todo el pueblo, yo, pegando gritos, y él detrás tartamudeándome a pleno pulmón sus recomendaciones.
—¡Bi-bien, mi-mira la rue-rueda, so-solo la rueda!
Su técnica no era la mejor pero su paciencia infinita. En uno de nuestros últimos entrenamientos, sufrí una caída de despelleje total de rodillas. Aturdida me quedé sentada en medio del camino con un llanto y un sangrado in crescendo los dos. Avelino de pie ante mí se retorcía las manos, se tapaba los oídos, y cada vez que hacía ademán de acercarse a mí para consolarme, mis gritos le agredían y le apartaban de nuevo.
Cuando cansada de llorar quise volver a casa, busqué a Avelino. Sentado junto a la bicicleta, y totalmente ensimismado en el movimiento circular de una de las ruedas que había quedado para arriba, la perplejidad y la euforia habían vuelto a su cara de bonachón. Entonces, me senté a su lado.
—Tú dale a esta, y yo le doy a la otra —le dije.
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