DOSCIENTOS OCHENTA AÑOS DESPUÉS
Estamos en mayo del 2018. Tal vez parezca de más que lo precise, pero no sea que os vayáis a pensar que el parto del que voy a hablar remonta al 1738, año en el que la madre de Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de «El perfume» de Süskind, acababa de dar a luz. Ella lo hacía de pie, mientras trabajaba destripando pescado en medio de inmundicias. La chica de mi historia también acaba de dar luz, solo que unos siglos más tarde, en una cama y en un sitio totalmente aséptico.
Entonces, ¿en qué se asemejan tanto estos dos hechos?... En que las dos mujeres « solo querían que los dolores cesaran». Pero he aquí que si la madre de Grenouille no tenía nada que hacer aparte de aguantarse, nuestra mujer de hoy tampoco lo tuvo fácil. La matrona de turno, una discípula de Teresa de Calcuta —que aseguró en más de una de sus entrevistas que «el dolor es un regalo del cielo»— había llegado a su trabajo con intención de regalarle una gran dosis de «buen» dolor a la primera parturienta que le tocase.
—Estas jóvenes de hoy no tienen aguante, son unas quejicas —respondió la matrona al padre, que se permitió sugerir una sola vez en el transcurso de largas horas, que, quizás, se podría hacer algo más para que su mujer y el bebé no sufrieran tanto.
Doscientos ochenta años y veinte horas de dolor más tarde terminaron en cesárea. Una cesárea que podía haberse realizado mucho antes.
Al nacer por cesárea el pequeño y su madre no podían gozar «del piel con piel», un momento sin embargo muy importante para establecer vínculos o, dicho de manera más sencilla, para sentirse de nuevo juntos después del trauma del parto.
Entonces se presentó el padre en la planta de neonatos. Él sí podía hacer «el piel con piel» con su pequeño. La responsable de la planta en aquel momento se mostró de lo más reacia a que aquel hombre cogiera a su pequeño en brazos, ¡cómo vas a saber hacerlo!, le espetó, y más reacia aún cuando al querer lavarse bien el torso —cosa que la señora no juzgaba necesaria— se quitó la camiseta dejando a la vista unos cuantos tatuajes.
—No puedo entender cómo se puede hacer uno tatuar el nombre de una novia o de una madre —pudo oír que, despectivamente, murmuraban la jefa y su acólita.
¿Por qué será que mientras me cuentan todo esto recuerdo esta frase del Perfume: «En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno»?
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