El plan
El plan
Todo estaba saliendo como previsto: había intentado coger la gripe (buscando cualquier excusa en el trabajo para ir a consultar tonterías con compañeros griposos) y la había cogido, aunque mejor sería decir que la muy cabrona me había cogido a mí y bien cogido. No había una sola parte de mi cuerpo que no se resintiera de los 39º C de fiebre que me tenían atados a la cama como Gulliver en el país de los liliputienses. Pero yo, feliz. Estábamos a veinticuatro de diciembre y no tendría que ingeniármelas para escaquearme de la tradicional cena de nochebuena, sentado, como cada año, entre mi cuñada la hippie y mi tía Gertrudis y su estola de visones; esta última pidiéndonos silencio a gritos para poder oír la retransmisión del discurso navideño de nuestro monarca.
Desde la mañana y desde mi cama pude oír las quejas de mi mujer sobre «este hombre» —o sea yo— que siempre tenía que ponerse malo cuando más se le necesitaba, y sobre el carnicero que no le había dado «de lo que él sabe». Sí, entre mi mujer y su carnicero existía y sigue existiendo una extraña relación. Las pocas veces en las que voy a por cuarto y mitad de filetes, mi mujer insiste en que no se me olvide recalcar que el pedido es para ella, Margarita de la Flor, y que me dé «de lo que él sabe». Si en un acto reflejo bajo la voz para repetir la frase aprendida de casa, el carnicero la suele volver a lanzar a pleno pulmón deleitándose en cada silaba.
—¡Y para usted lo más tierno y jugoso!... que sé yo muy bien lo que le gusta a su señora. (Y para mí que lo dice con segundas.)
Entre paracetamol y paracetamol entreabría los ojos y vislumbraba el bamboleo del pobre papá Noel de los vecinos de la casa de enfrente. Con el ceño fruncido y una pierna doblada sobre un trozo de escalera de mentira que no le conduciría a ninguna parte, aquel viejo reumático llevaba ya una semana a la intemperie. Pero aquella mañana del veinticuatro de diciembre había amanecido lluvioso, y su cuerda-escalera daba «fe del fuerte fiento que hafía defido de soflar» toda la noche. Tenía la cuerda alrededor del cuello. Se había suicidado o eso me pareció a mí en mitad del delirio febril.
Cuando a media tarde empezaron a llegar los invitados, recuerdo vagamente a mi mujer entrando en la habitación para pedirme que, por favor, dejase pasar a tía Gertrudis. Había llegado muy pronto, enredaba en la cocina e insistía en saludarme.
De 39ºC había pasado a 39,5ºC y no pude encontrar fuerza alguna para enfrentarme a una Margarita con humor de cardo borriquero.
Embutida en un vestido negro de lentejuelas y peinada con un moño navideño de veinte centímetros de alto, tía Gertrudis irrumpió en mi habitación envuelta en un halo luminoso —¿efecto de la fiebre?... quizás—, y tuve entonces la certeza de que el famoso espíritu navideño del que tanto se hablaba existía de verdad y que se había reencarnado en tía Gertrudis.
De pie y lo más alejados de la cama posible por eso de los «viruses» que no suelen mostrase considerados con nadie, aquel espíritu y su moño se plantaron junto a la ventana, de cara hacia la calle. Luego empezaron a despotricar sobre la vida en general y los hombres en particular —o sea yo de nuevo—, que si éramos unos quejicas, que si hubiésemos parido ya sabríamos lo que sí es sufrir de verdad y... y en aquel preciso momento, un golpe de viento algo más fuerte que los demás hizo que el papá Noel de los vecinos de enfrente resucitase, se liberase de toda atadura y viniese a estrellarse contra la ventana del dormitorio. El formidable abrazo pilló a tía Gertrudis tan de sorpresa, que echó para atrás la cabeza y su moño y perdió el equilibro.
Los gritos del espíritu navideño se debieron de oír hasta Belén, y cuando conseguí incorporarme para ver qué era aquel bulto que de repente me cortaba el riego de cintura para bajo, me encontré con el moño de tía Gertrudis cosquilleándome los morros.
—Tía Gertrudis se ha debido de romper el tobillo, hemos llamado al 112, vendrán enseguida, pero de momento se quedará acostada a tu lado, sé amable, no te muevas mucho, yo tengo que atender a los demás invitados.
Todo eso me estaba diciendo mi mujer y todo eso intentaba yo procesar cuando me pareció ver entrar a mi cuñada. Había sido previsora y venía colocada de casa. Se rió al vernos y nos pidió que le hiciéramos un sitito en la cama para un selfi, que con lo mono que éramos se haría viral en unas horas. ¿Luego?... Tengo entendido que luego caí en un atormentado sueño, tumbado entre mi cuñada y tía Gertrudis.
#cuentosdeNavidad
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