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dominiquevernay

Como un hombre

 

                                               Primer capítulo

  Se oyó un discreto llanto, luego nada. Durante más de una semana, nadie, que hubiera estado de visita en aquella casa señorial de las afueras de Valladolid, habría podido adivinar que bajo aquel techo vivían ocho personas. Las sirvientas iban y venían sin hacer el menor ruido y, con sus vestidos negros, cofias y delantales blancos almidonados, parecían pingüinos deslizándose silenciosamente sobre una superficie helada.

            Sin embargo, aquel supuesto invitado hubiera también podido leer incredulidad e indignación en sus miradas. ¿Hasta cuándo el señor se negaría a mirar a su hija recién nacida? ¿Cuánto tiempo tardaría en acercarse al dormitorio de su esposa para decirle que se alegraba de que aún estuviese viva y que no llorara más? En vez de eso, Don Juan, señor de ilustre apellido, se quedó una semana encerrado en su despacho rumiando su frustración: otra hija, había tenido otra hija, y después de aquel difícil último parto su mujer no podría engendrar más. Cuando se hubo hartado de maldecir al mundo entero y parte del cielo por aquel hijo varón que nunca tendría, salió de su madriguera. Tenía un plan: la niña se llamaría Juana y de su educación se ocuparía él.

            Su mujer le agradeció tanta comprensión y le entregó a su pequeña sin ninguna condición. Al quedar vacíos, sus brazos, como apéndices de una planta carnívora, buscaron con avidez a Desideria, su otra hija de tres años. Al fin saciada, la madre dejó de llorar y se durmió.

                                              Capítulo segundo

  Juana fue llevada a la habitación más alejada del corazón de aquella casa y se llamó a la mejor nodriza gallega que se pudo encontrar. Cuentan algunos que la joven contratada apenas aparentaba tener dieciocho años. Hasta entonces, las diferentes mujeres que habían servido en la “Casa Grande” –nombre que la gente solía dar a ese lugar– eran señoras de edad indefinida, con nombres normales: Teófila, Casilda, Elvira… y mujeres a las que costaba imaginar con vida propia.

   Con sus: ¿Qué tal está la Señorita? ¿Qué le parece a la Señora? ¿A qué hora vendrá el Señor?... en ese tono tan profesional de auténtico interés, uno llegaba a pensar que “sus” señores eran realmente los ejes de sus vidas y que, de no existir ellos, tampoco existirían ellas.

            Pero en el caso de Carmiña todo fue diferente. Su nombre y su voz traían música y luz de otros lugares, y cuando llegaba, se intuía que alguien, en otra parte, la estaría echando de menos. Era de pelo rizado, y los pequeños mechones rebeldes que conseguían escapar de su cofia caían como serpentinas.

            A nadie se le pasó por alto que la señora tenía celos de Carmiña; le molestaba su juventud y belleza que no necesitaban de joyas y, tal vez, que fuese contra el pecho de la joven gallega que Juana descansara su puño cerrado mientras mamaba.

            Un día, después de que aquella madre frustrada hubiera regalado uno de sus vestidos a Carmina –por pasado de moda que no por simpatía– su esposo comentó al llegar a casa:

            —Acabo de cruzarme con Carmiña en el jardín, ¡qué bien le queda tu vestido rosa!

            Era realmente de mal gusto que un hombre de la categoría del señor se fijará en la indumentaria de una de las chicas del servicio y, eso, Juan lo sabía; pero era "su" pequeña venganza por otra cena aburrida en compañía de su mujer, una cena en la que se hablaría una vez más de Doña Clotilde, amiga de la señora, pero, ante todo, su gran rival en cosa de caridad y número de pobres que salvar. Eran como dos ranas de pila de agua bendita, solo húmedas al amparo de los muros de las iglesias, de la penumbra de los confesionarios y del negro de las sotanas.

            Aquella tarde, después de tan gran desfachatez por parte de su marido, la madre de Juana se fue pronto a la cama aquejada de una repentina migraña.

 

                                       Capítulo tercero

                  Dueño de una empresa sombrerera, Juan solía llegar tarde a casa, pero un día, a punto Juana de cumplir diez meses, pudo regresar antes y sorprendió a Carmiña acunando a la pequeña mientras le canturreaba una “nana” de su tierra. Las órdenes que tenía dadas a Carmiña eran estrictas: dar de comer a la pequeña, cambiarla y volverla a dejar en la cuna; nada de mimos, carantoñas y demás ñoñerías. Despidió a la nodriza y contrató a un viejo preceptor quien, durante más de diez años, se ocuparía personalmente de Juana; con él, la pequeña tomó sus primeros purés, dio sus primeros pasos y dijo su primera palabra:

            –No.

            Alguien, que vio a Carmiña quitarse la cofia y marcharse cerrando suavemente  la puerta tras ella, contó que toda la luz y la música que había traído a esa casa se fueron con ella. ¿Toda?... Tal vez eso no fuera del todo cierto.

 

                       La vida de la pequeña transcurría monótona; iguales todos los días como lo eran también sus vestidos de terciopelo negro en invierno y de lino blanco en verano. Con apenas ocho años, había aprendido a recoger su pelo en una trenza muy tirante hacia atrás y, aunque ni lazos ni puntillas adornaran su vestimenta, su tez blanca y unos grandes ojos negros le daban un extraño aire de muñeca de porcelana  Su padre seguía acercándose a su habitación cada día antes de la cena, y cuando el tiempo lo permitía salían al jardín. El hombre la animaba a que subiera a los árboles a coger nidos, a que diera patadas a una pelota, a que corriera lo más rápido que pudiera… y cuando la niña se caía, Juan se quedaba cruzado de brazos y le decía:

            –Los valientes no lloran, eso es cosa de mujeres.

            Esa frase fue el único ungüento que conoció Juana para curar heridas; lo mismo daba que fuesen rasguños o llagas.

 

                                                    Capítulo cuarto

            El jardín, en el que las rodillas de Juana se iban curtiendo, estaba separado de otro simétrico por una pared de tres metros de alto. Juana desconocía por completo aquel otro lado; en realidad no conocía ningún otro lado. Cuando, en medio de una carrera, Juana se paraba sorprendida por grititos de niña o risas de cascabel –que caían en su mundo como lluvia en un secarral– su mirada se tornaba interrogante. Entonces, un tic de fastidio –un chasquido de lengua sincronizado con un estiramiento de comisura de labios– deformaba la cara de su padre, y Juana sabía que era mejor reemprender su juego sin preguntar. Sin embargo, de aquellas voces, que con la misma fuerza que la hiedra conseguían trepar los tres metros de muro, Juana fue sacando sus propias conclusiones: tenía una hermana, se llamaba Desideria, se comportaba como una malcriada y una quejica.

            Pero lo que de verdad le importaba a Juana era que su padre se mostrase orgulloso de ella, y consintiera, en recompensa por sus muestras de valentía, quedarse un rato en su habitación para jugar "a las guerras" con sus soldaditos de plomo.

            De todos ellos, uno rubio con la gorra en la mano era su favorito. No es que fuera el más condecorado, pero tenía un “no sé que” que le hacía especial. Una noche, poco antes de cumplir los diez años, Juana decidió no guardarlo con los demás en la estantería y, escondiéndole debajo de la almohada, se durmió junto a él. Sus sueños, por culpa del soldadito o por otras razones, fueron agitados y, al amanecer, Juana se despertó entre sollozos.

            –Los valientes no lloran, dijo la niña con voz firme, tan firme como los manotazos que su padre le enseñaba a dar, para aplastar cualquier insecto o bichito del jardín que le incomodase.

            Y, sintiéndose avergonzada por aquel llanto, más propio de una Desideria que de una Juana, decidió que alguien tendría que pagar por ello: Cogió una cerilla, la encendió, la acercó al valiente militar y observó cómo se iban derritiendo los vivos colores del uniforme marcial. Una vez que el cuerpo del soldadito hubo recuperado su verdadero color gris plomo, la niña devolvió el juguete a su estantería sin apenas sentir el calor del metal en su mano. Juana no volvería a llorar nunca más.

 

  Capítulo cinco

  Cuando las maneras de Juana en la mesa fueron perfectas, el amo de la Casa Grande quiso que la niña compartiese con ellos las comidas y cenas de los domingos y días festivos. Entonces, la niña pudo entrar por primera vez en aquella otra parte de la casa, la que había intuido en los ecos de vida que le llegaban desde el otro lado de la pared del jardín. Una vida bien distinta a la suya, con otra niña, Desideria, su hermana, y una señora a la que tenía que llamar “madre”, pero que nunca parecía fijarse en ella; no solía dirigirle la palabra, y si lo hacía, era sin mirarla a los ojos.

            A pesar de ello, Juana esperaba con ansias esas reuniones a la mesa familiar, ya que era ahí donde resultaba cada vez más evidente que “ella” era la favorita de su padre. ¿Qué se podía esperar de una niña como Desideria que, más que hablar, gimoteaba sin cesar, y de una mujer que era capaz de ponerle a su hija unos lazos tan ridículamente desproporcionados?

            Poco a poco, Juan cogió la costumbre de dirigirse sólo a su hija menor, la única capaz de entender algo de lo que decía y de regalarle el oído con un:

            –Por supuesto padre, tiene usted toda la razón… –de los que le salían tan bien a Juana.

            Entonces, la pequeña era feliz, "como nunca lo podrá ser Desideria", pensaba, mientras saboreaba los exquisitos postres de Adela, la cocinera; Juana se permitía aún ser golosa, y no iba a dejar que un insidioso sentimiento de envidia fuera a amargarle aquellas deliciosas tortas de aceite, aunque pudiera observar cómo su hermana mayor se levantaba de la silla para contar “secretitos” al oído de su madre, y eso, sin que nadie la reprendiera.

 

                                          Capítulo seis

             A los quince años Juana se pasaba el día estudiando. Su viejo preceptor había muerto pero otros profesores llegaron. Todos tenían muy buenas referencias y Juana era una alumna aplicada e inteligente. Su padre estaba al tanto de todos sus progresos y reclamó la presencia de Juana en la mesa todos los días. Una vez terminada la cena, Juan pasaba al salón a deleitarse con un buen habano; si no tenían invitados, le pedía a su hija menor que le acompañara para comentar las ultimas noticias aparecidas en la prensa vallisoletana.

            Cada mañana recibía dos ejemplares del diario” El Norte de Castilla”. Uno para él y otro para ella. Juana tenía una hora antes del comienzo de sus clases para leerlo y aclarar dudas sobre los temas más difíciles con cualquiera de sus profesores. Llegada la noche, podía así debatir con su padre los puntos de mayor interés de la actualidad nacional y regional.

            Cada velada trascurría siguiendo un mismo patrón: primero, un intercambio cordial sobre sucesos y demás noticias culturales y sociales, hasta que, poco a poco, y adentrándose en temas más políticos, Juana veía como su padre se enfurecía contra el rumbo que iba tomando la línea editorial del periódico. Entonces, chillaba que todo eso era una equivocación y que ya era hora de que alguien les plantara cara a todos esos “politicuchos de pacotilla con su liberalismo y demás pamplinas.”

Solía añadir que en política las cosas tenían que funcionar como en una empresa.

            –El obrero a trabajar, que para opinar y mandar se bastan los jefes.

            Y Juana hizo suyas aquellas ideas. Solo unos años después, cuando acababa de cumplir veinte años, la salud de su padre empeoró y Juana empezó a ayudarle en la fabrica de sombreros. A los veinticinco, ya la dirigía sola y con mano de hierro.

 

                                          Capítulo siete

 

            En los años posteriores a su incorporación al mundo empresarial, la vida de Juana siguió el único itinerario al que se había preparado durante tanto tiempo: de su habitación a su despacho en la fábrica y viceversa.

            No soportaba ya las comidas a solas con sus padres: él, anciano decrépito, y su señora madre con sus eternas migrañas, solo interrumpidas por unos insípidos y reiterativos monólogos sobre las últimas monerías de sus dos nietas. Desideria llevaba unos años casada con un memo de buena familia y se había ido a vivir a un palacete a unos diez kilómetros de Valladolid. Desgraciadamente, sus visitas eran frecuentes y la vida en el corazón de la casa se volvía a llenar entonces de gimoteos, de risas agudas como arañazos y de lazos de proporciones descomunales.

            Así es que Juana volvió a encerrarse en su habitación en compañía esa vez de un gato: Mefisto. ¿Cómo había llegado Mefisto hasta las rodillas de Juana? Nadie lo supo jamás. Sin embargo, lo que si se sabía, era que aquel gato había tenido que pasar por la castración y la extirpación de uñas, para poder adueñarse de la butaca más mullida de la habitación. Malas lenguas decían que entrar en aquella habitación daba escalofríos, y que en mucho se parecían ama y gato: Mefisto era un enorme gato negro, tan negro como los trajes de Juana y tan gordo como delgada era su dueña. Temida por todos, Juana solía hablar en voz muy baja y no gustaba de tener que repetir las cosas. Su habitación tenía que ser limpiada exhaustivamente y aireada varias horas al día incluso en los días de invierno más fríos. Cuando al pasar su pañuelo blanco en busca de algo de polvo la prueba daba positivo, unos horribles tics cortocircuitaban su cara, mientras alegaba que la suciedad no sabía de domingos ni de días festivos y que era hora de buscar a otra empleada.

            La muerte de su madre no fue más que un simple cambio de itinerario en un día como otro cualquiera. De casa a la fábrica, de la fábrica al cementerio y del cementerio a casa otra vez. Durante el funeral Juana hizo lo posible para permanecer alejada de su hermana Desideria, quien, en su papel de hija afligida, no paraba de gemir y moquear bajo su velo negro; aquella falta de dignidad hizo que Juana no dudara ni un segundo en contestarle que ella misma se ocuparía de su padre, cuando Desideria le preguntó en voz lastimera:

            –¿Y papá?…

            Luego, mirando por ultima vez a su hermana a los ojos, Juana añadió:

            –Y límpiate los mocos, se te está manchando el velo.

            Los tics se habían adueñado por completo del rostro de Juana; asustada, Desideria se calló.

 

Capítulo ocho

  Habían pasado dos años desde la muerte de la madre de Juana y nadie, que hubiera estado de visita en aquella casa señorial de las afueras de Valladolid, habría podido adivinar que bajo aquel techo vivían seis personas y un gato: el padre de Juana y las dos enfermeras que se turnaban a su lado, el ama de llaves y Adela, la cocinera. Juana había aprendido a conducir para poder prescindir del chofer y lo único que pedía a toda esa gente era que la dejaran vivir en paz. Al llegar a casa se iba directamente a su habitación, un lugar a su medida, un lugar alejado de aquella otra parte de la casa desde donde ya no oía llegar señales de una vida bien distinta a la suya. A solas con su gato, intentaba conciliar un sueño que, cada noche, se poblaba de más y más pesadillas. De Desideria Juana no sabía nada y si venía alguna vez a ver a su padre era en horas de trabajo, cuando era poco probable que se pudiera encontrar con Juana. 

            Una noche, la enfermera llamó a la puerta de la habitación de Juana y, entre sollozos, le suplicó que la dejara volver a casa; uno de sus hijos se encontraba muy enfermo. Juana sabía que negarle el permiso equivaldría a perderla, y no era fácil encontrar nuevas enfermeras que quisieran entrar a trabajar al servicio de su padre. Aceptó pues y, mientras esperaba ansiosa la llegada de la otra cuidadora, Juana se hizo cargo de su padre quien no tardó ni diez minutos en reclamar la cuña para orinar. 

            Al entrar en el dormitorio del anciano, el olor acre le pareció insoportable y, al descubrir el cuerpo tan decrépito del viejo, apartó la mirada para reprimir la náusea. Juana volvió entonces a sentir su mano temblar como, cuando de pequeña, iba de caza con su padre, y este la obligaba a rematar la pieza con decisión y eficacia usando el cuchillo de monte.

            –Eso también te será de provecho para cuando entres en el mundo de los negocios –le decía.

            Pero en aquel momento, muchos años después de aquellos paseos teñidos de rojo por el campo, y al ver que su hija no acertaba a colocarle bien la botella que le servía de cuña, Juan empezó a insultarla.

            –¡Eres una inútil y siempre lo has sido! Nunca llegaste a ser aquel hijo que tanto deseé, no eres más que una mujer…

           Juana apenas llegaría a oír esas últimas palabras. Recuperando su sangre fría, sintió como aquella extraña sensación de mareo era sustituida por una inmensa paz interior y, mirando a su padre a los ojos, aquellos ojos de un azul helador, le contestó con ternura y firmeza a la vez:

            –Tienes razón, ya es hora de que me comporte como un hombre de verdad, un hombre como tú, padre.

         Juana retiró la cuña, se acercó a la vitrina donde el hombre guardaba sus armas de caza y cogió el cuchillo de monte. Luego, con él en la mano, volvió hacia su padre, le sujetó el pene con decisión y se le seccionó con eficacia.

   Al llegar, la enfermera sustituta encontró a Juana sentada en el sillón contiguo a la cama de su padre, muerto desangrado. Juana sonrió a la mujer y dejó por un momento de acariciar a Mefisto dormido en sus rodillas. Ningún tic deformaba su cara y, de su moño, le caían dos o tres mechones sobre la frente. Había recuperado su extraña belleza y con una inhabitual amabilidad Juana le dijo:

            –Hoy no iré a la oficina, pero dígale a mi mujer y a mis dos hijas que saldremos a pasear al parque.

            Luego, siguió acariciando al gato, y después de taparle con uno de los faldones de su bata –dejando al descubierto parte de sus largas piernas color marfil–empezó a tararearle los primeros compases de una canción de cuna gallega.

    En el suelo, yacían esparcidas las hojas del periódico que anunciaban la proclamación de la II República y el fin de la dictadura de Primo de Ribera.

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