La llamada
El pitido de la lavadora la saca de su ensoñación y se sobresalta. A cada día que pasa oye menos, sin embargo, los pitidos de los avisadores (microondas, lavadora, cafetera...) le resultan más molestos, como tornos de dentista pero en el cerebro. Se levanta para tender la ropa antes de que se le arrugue más de lo que ya debe de estar.
Matilde suspira y cabecea como para asegurarse de que ella y sus pensamientos están de acuerdos en todo.
–Sí, son buenos hijos en general –dicen sus pensamientos.
–Sí –cabecea ella –pero, ¿por qué se empeñan en meterse en mi vida? ¿Qué necesidad tenía yo de una lavadora que centrifuga tanto que me deja la ropa más arrugada que yo?
En un barreño de porcelana blanca desportillada mete las prendas que tiene ahora que tender. En eso del tendedero, sí que no ha cedido cuando sus hijos hablaron de comprarle una secadora. ¿Cambiar de método a sus años?, ¡ni hablar!
–La ropa necesita del aire y del sol para oler a limpio y volver a los armarios como Dios manda –les explicó sorprendida de que no lo supieran aún, como si, de repente, sus hijos pusiesen en duda que uno y uno son dos– Así es que haceos a la idea de que seguiré tendiendo al patio, en las cinco cuerdas de la ventana de la cocina, como siempre lo he hecho, os guste o no, se queje la comunidad o no.
–Lo decíamos para facilitarte las cosas, nos gusta saberte rodeada de todas las comodidades –alegaron sus hijos ante su reacción un tanto exagerada.
¡Facilitar, facilitar! Pero bueno, ¿quién dijo que existiese algo fácil en el mundo, cuando una tiene más de ochenta años? Mis piernas de hace cuarenta años, ¡eso sí era comodidad! En cuanto a lo de estar rodeada... Matilde sacude la cabeza lo más que le permite su artrosis cervical; algunos pensamientos hay que espantarlos como si fueran moscas de esas de la carne, gordas y verdosas.
Matilde abre la ventana y coge la bolsa de las pinzas que se encuentra en el alféizar, entre un tiesto de geranios y otro de lavanda.
Tender bien la ropa tampoco es algo que se pueda hacer así, a la trágala; no, las primeras cosas que se deben de tender son las largas, las que tienen que ir en las cuerdas más alejadas de la fachada, que si no, sábanas y toallas se podrían manchar con el viento o coger olor a ajo frito de las cocinas de los pisos de abajo. Luego, van las faldas, blusas y medias de contención y, por último, en la cuerda más próxima a la ventana, lo menudo y las prendas interiores tendidas del revés y, a ser posible, con las pinzas más suaves, las que tienen como un poco de goma ahí donde pellizcan; son más caras que las de madera de toda la vida pero merece la pena. Con el ceño fruncido, Matilde se aplica como lo hacía de pequeña ante una plana de caligrafía.
–¡Despacio! –les decía la maestra–. ¡Sin salirse de las rayas!
Matilde sonríe satisfecha al ver la ropa balancearse como tiene que ser en el aire tibio del atardecer. Frente a su tendedero de cinco cuerdas, con pinzas de madera a modo de corcheas, parecer estar disfrutando de una sinfonía recién compuesta. En el barreño no queda más que un pañuelo bordado con sus iniciales cuando, en el interior de la casa, suena el teléfono. Matilde va a atender la llamada.
La mujer tarda en reaparecer a la ventana, termina su labor y se mete para dentro. Un último rayo de sol juguetea con los pétalos de los geranios, luego, se apaga.
Han pasado seis horas desde que llamaron por teléfono a Matilde. Ahora, está en la cama pero no duerme. En el tendedero de la ventana de la cocina, el pañuelo bordado con sus iniciales se balancea como alma en pena en el aire húmedo de la noche, perdido entre una falda y unas medias de contención. Lo sujetan dos pinzas de las de madera, de las que duelen de tanto como pellizcan, y cuyos alambres dejan manchas de óxido; manchas que no se quitan con nada ni con jabón lagarto ni con lejía.
2 comentarios
Mercedes Gracía Amado -
Por Dios, Dominique, NECESITO saber el contenido de esa llamada...
mmga.
Berta -