¿Compartir? Sí, ¿pero cómo?
María llegó al colegio; de las últimas como casi siempre. Otra vez tendría que ir de vagón de cola, en la fila renqueante que ya avanzaba en dirección a la clase de la seño Matilde, la de los párvulos. Roberto el Pegón era madrugador y hacía de locomotora.
–¡Jo, siempre me toca ser vagón! Nunca jamás me toca ser locomotora –se quejaba a menudo la pequeña.
Pero aquel día no se quejó, estaba triste. La seño, que lo veía todo porque tenía ojos hasta en la espalda, se acercó a su pupitre para mirar de más cerca lo que estaba dibujando y, de paso, intentar averiguar en qué profunda pena se había quedado atrapada la sonrisa de su alumnita.
–Es muy bonito lo que haces. ¿Este es tu padre y esta eres tú? –preguntó fijándose ahora en la figura que María coloreaba–. ¿Te está peinando?
–Sí, hoy le tocaba peinarme y prepararme el desayuno.
–Y esta es tu madre me imagino.
–Sí, hoy, a ella, le tocaba despertarme y ayudarme a hacer la cama.
–¡Qué bien! –dijo la seño– pero a mí me parece que les pusiste unas caras muy serias a los dos.
–Es que la tienen así cuando discuten.
–Bueno, a veces es normal que los papás discutan y se enfaden. Tienen muchas cosas que hacer y...
–Ya –interrumpió la pequeña– y no pueden perder tiempo para ir a ver la hoja de los turnos.
–¿La hoja de los turnos? ¿Qué hoja es esa? –preguntó la seño.
–La que está en la cocina, pegada a la puerta del frigorífico. Hoy no les dio tiempo ir a leer lo que ponía, así es que no me dieron ningún beso; no recordaban a quién de los dos le tocaba dármelo.
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Berta -