De churros y de meninas
Soy camarera y no me quejo. Es un oficio que me gusta, sobre todo desde que trabajo en uno de los cafés de mejor reputación de la ciudad. Fue, hace años, lugar de encuentro de intelectuales, por lo menos es lo que me han contado y lo que explica lo de las fotografías mohosas cubriendo las paredes del local.
No creo que siga habiendo intelectuales por aquí ni que haya visto uno en persona en mi vida. Además, no sé si son gente como nosotros, porque en la mayoría de las fotos se les ve sentados, así es que de cintura para abajo no me pregunten. Oí hablar, eso sí, de coeficiente intelectual, porque en el colegio, de pequeña, me hicieron pasar un test para saber cómo lo tenía; no recuerdo bien el resultado pero digamos que no fue del agrado de mis padres. ¡Menuda bronca la que me cayó!... Ya no les había hecho mucha gracia que no fuera ni tan alta ni tan delgada ni tan rubia como mi prima Rosalía, pero lo del CI bajo –que así es cómo se dice– fue la gota que colmó el vaso, cuando en realidad es una cosa que ni se ve ni debe de tener más importancia que la vesícula, que si la tienes vives y si te la quitan también.
Como les decía antes, no creo que vengan ya intelectuales al café, pero sí gente rara; mi jefe los llama ratas porque ocupan mesas durante horas y no consumen casi nada. A mí no me caen ni bien ni mal. No suelen causar problemas y dejan propinas, pequeñas, eso sí.
Hay uno, delgadito con ojos de búho, que no para de observar y apuntar cosas en una libretita. Me dijo que era columnista; supongo que por eso parece siempre tan cansado, debe de trabajar en la construcción por las mañanas y eso sí que es un oficio duro. A veces, cuando paso a su lado para servir otra mesa, me hace una señal para que me acerque y me pregunta entonces si me parece bien tal cosa que ha salido en el periódico o en la tele, que le gustaría conocer mi opinión de persona de a pié. No sé cómo se ha enterado de que no tengo ni carné ni coche y no entiendo que tendrá que ver lo que pienso de que tal político haya dimitido de su puesto –por poner un ejemplo– con que me desplace a pié o en metro. Perdonen que les diga, pero a eso lo llamo yo mezclar los churros con las meninas.
Volviendo a lo que les decía, a mí me da mucha vergüenza que me pregunte, porque no tengo ni idea de lo que me está hablando y me parece estar de nuevo frente al hombre trajeado aquel del test de CI en el colegio –solo que el de ahora no lleva traje y va siempre de negro, seguro que se le ha muerto alguien hace poco.
Pero, desde hace unos días, me he dado cuenta de que cuando él y los otros raros se van, dejan en las mesas miguitas de todo aquello que van hablando o apuntando en sus libretas; palabras que deben de desechar por repetidas o defectuosas, como hacen en algunas tiendas outlet –outlet es una palabra inglesa que querer decir agujereado– o de palabras que se les resisten. He empezado a guardar todo aquello en una cajita y una vez en casa ensarto las miguitas a manera de pulsera. ¡Ya verán!, aunque me quedan todas un poco anchas, un día me atreveré a lucir una y el columnista ese se va a quedar de piedra... lo que, dicho sea de paso, sería lo suyo.
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Dominique -
B -