Chequeos
Suelo pedir cita para pasar la ITV de mi viejo Seat Panda a la vez que pido una para mí en el ambulatorio. Es la única manera que he encontrado de llevar un control más o menos regular de mi estado de salud; problemas serios no tengo, no más que los que pueda tener mi Panda que me sigue llevando de acá para allá, despacio, eso sí. El caso es que si para él todo ha ido bien, exceptuando una luz trasera fundida, la mala noticia me la he llevado yo.
–¿Que tal se encuentra usted? ¿Ningún dolor en el pecho? ¿Ningún mareo? –me ha preguntado mi médico de cabecera de toda la vida. Bueno, "de todo la vida" es un decir, digamos que desde cuando he empezado a tener más tiempo para poder enfermar.
–No, me encuentro bien –le he contestado como a quien pillan en falta.
–Es que no me gusta para nada esta cifra que tenemos aquí –ha añadido Don Rogelio mirándome por encima de sus gafas y señalando un renglón de los cuatro folios de resultados de mi último análisis de sangre.
Me estaba poniendo nerviosa, a pesar de que la cifra sospechosa fuera, por lo visto, de los dos.
–Intentaré ser muy claro –me ha dicho silabeando la última palabra–. Como le decía, tenemos aquí un nivel de envidia muy alto en sangre. ¿Sabe si ha tenido o tiene familiares propensos a la envidia?
Pues claro que los tenía, claro que éramos una familia de propensos a la envidia, además... ¿qué familia no lo era?
–Pero de la sana, envidia de la sana –he recalcado con tonillo de ofendida
Pero él hombre no me ha hecho caso y se ha lanzado en una gran explicación sobre excesos de envidia buena que, al unirse a partículas de LDR (que quiere decir "rabia de densidad baja" en inglés, según mi nieto que da saillens en el cole), van formando placas que se depositan en la pared de las arterias.
A mí todo esto me ha sonado a chino y a tontería, ya que las mujeres más envidiosas de mi familia siempre han sido las más sanas y, por cierto, las que llegaron y llegan a edades más avanzadas. Pero me he callado este último dato y, sin más, le he dejado redactar el régimen bajo en tertulias vespertinas que, según sus propias palabras, tendría que seguir a ra-ja-ta-bla.
–¿Así es que nada de churros? –le he preguntado–, ¿como para el colesterol?
–Tranquila, de churros se puede usted seguir hartando, pero en casa, tómeselos en su casa; son a las amigas a las que tiene que renunciar –me dijo con tonillo él también.
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