La entrevista
La llamaremos le dijo el hombre, mientras se levantaba del sillón para darle un apretón de manos.
Al instante, la joven sintió cómo se le revolvía el estómago y salió del despacho en dirección a las escaleras. Se encontraba en un noveno piso, pero no podía perder un segundo buscando los servicios o esperando un ascensor que podría tardar en llegar; estaba a punto de vomitar aquel apretón de mano, aunque fuese en las mismísimas escaleras de una de las empresas más importantes de la ciudad.
En el descansillo del noveno piso, no le llegó más que un eructo con olor a huevo podrido; el mismo olor que salía del tarro de cristal en el que su madre le ponía dos huevos duros para el picnic de las excursiones del colegio, mientras los demás niños abrían sus bolsitas de ganchitos y de patatas fritas con sabor a barbacoa.
En el descansillo del octavo, fue una flema la que le obligó a parar y a escupir en el tiesto de un ficus ornamental. Era una flema pegajosa, pegajosa como las manos del aquel gordo de la pizzería en la que había trabajado durante varios años de 5 a 9 para pagarse los estudios.
En el séptimo piso, no pudo retener por más tiempo una arcada, luego otra... y vomitó todo el apretón de mano del hombre de arriba; un apretón rancio de una sociedad podrida en el que la pobreza no se perdona, porque la pobreza se te queda para siempre pegada a la piel, hagas lo que hagas para quitártela de encima.
El hombre no la llamaría a no ser que... Eso era el trato que estaba embutido en aquel repulsivo apretón; el hombre del noveno, como tantos otros, no le permitiría otra salida por más que ella le vomitase su negativa a seguir chupando pollas. Y siguió vomitando mierda en el sexto, odio en el quinto, rabia en el cuarto... Al llegar a la calle ya no le quedaba nada que echar, y la cegó un día luminoso de muchos otros apretones de manos.
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Dominique -
Javier Ximens -