Operación bikini
Lidia se acaba de despertar, saca una pierna de debajo de las sábanas, la estira y se mira el pie desde el ojo derecho; el izquierdo lo deja cerrado. Con la punta del dedo gordo juega a seguir los contornos del cuadro que está en la pared frente a la cama, luego, los del espejo, los de la ventana... De repente, abre unos ojos de «no me lo puedo creer»y se incorpora. El susto que se acaba de llevar rebota hasta el otro lado de la cama donde Andrés sigue soñando; es el inconveniente de los colchones de muelles y de la vida en común.
—¿Qué pasa? —pregunta Andrés que emerge de debajo de las mantas.
—Creo que tengo celulitis —lloriquea Lidia. Se ha vuelto a tumbar con la pierna izquierda estirada; la mueve ahora compulsivamente como si le hubiera entrado el baile de San Vito.
—¡Joder, Lidia, me has asustado!... Y por esta chorrada de...
—¿Chorrada?, ¿chorrada?... pero, ¡miramiramira!, y dime si es chorrada lo que digo. ¿Ves esta onda que hace mi muslo cuando lo muevo?... ¡Miramiramira! —se lamenta Lidia sin dejar de hacer temblar sus carnes.
—Está bien —suspira Andrés levantándose; se pone las gafas y se acerca al otro lado de la cama, el de ella.
—¿Ves?... es como si aquí se me descolgara un poco de piel cuando muevo la pierna.
—La verdad es que...
—¡No me digas que no lo ves! Y mira ahora lo que pasa si me pellizco... ¿Lo ves? ¿Ves cómo me sale unos hoyuelos? —se empecina Lidia que a fuerza de pellizcarse el muslo, en su parte interior un poco por encima de la rodilla, lo tiene colorado.
—Bueno, sí, tal vez —termina cediendo Andrés.
—Lo dices por decir, pero no te lo estás tomando en serio —se queja Lidia dejándose caer de nuevo en la cama.
Andrés también se ha vuelto a acostar y empieza a acariciarle las piernas, muy suavemente, en un movimiento cada vez más ascendente.
—¿Quién es la más preciosa?... Tú. ¿Quién tiene las piernas de gacela más suaves?... Tú. ¿Quién tiene los hoyuelos más ricos del mundo... Tú. ¿Y quién se va a comer estos ricos hoyuelos ahora mismo?...
—Ahora mismo, lo que vas a hacer es levantarte y pasar por el super antes de irte a trabajar —dice Lidia ya más tranquila y totalmente ajena a los arrumacos de Andrés—. Mira, te voy a hacer una lista con las cosas que necesito para ponerme a dieta antes de que aquello vaya a más, sobre todo ahora que se acerca la primavera. Es a base de verduras y creo que se puede perder cinco kilos en una semana; lo leí en Vogue. ¿Andrés?, ¿me estás escuchando?... ¿dónde te has metido?
Andrés, que se ha rendido, ya está en la ducha, y Lidia, que acaba de entrar en el cuarto de baño para poder seguir con la conversación, tiene que levantar la voz por encima del ruido del agua contra la puerta acristalada.
—¿Me has oído? Necesitaré un kilo de zanahorias, otro de alcachofas, un manojo de apios, otro de acelgas... Di, ¿me estás escuchando?...
Andrés tiene los ojos cerrados y sigue pensando en las largas piernas de Lidia, en esos hoyuelos que no ha conseguido ver pero que estaría muy dispuesto a allanar a lametazos; mientras tanto, deja que el agua lo refresque.
—Andrés, no me estás escuchando y...
—Claro que te escucho —le dice abriendo la puerta de la ducha—, zanahorias, alcachofas, apios, acelgas, nabos, chirimoyas pero... con una condición— y cogiéndola por las muñecas, la atrae hacia él y le hace sitio en la ducha.
—Nabos y chirimoyas no... —protesta ella blandamente—. La camiseta, deja por lo menos que me quite la camiseta... —vuelve a protestar sin ganas.
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