Adelaida
Nunca nadie había podido entrar en su «santuario», así llamaba él a la habitación más espaciosa de la casa, pero también, es cierto, la más oscura y fría. A la muerte de su mujer, lamentable contratiempo que le mantuvo ocupado más de dos días, decidió contratar a una doncella que hiciera lo que su abnegada Agnes había sabido hacer con tanta discreción durante treinta años. Antes de dar con la sustituta ideal tuvo que despedir a varias: unas por vagas, otras por descaradas, pero cuando por primera vez abrió la puerta a Adelaida supo que no tendría que buscar más. Tenía una mirada de halcón, una mirada tan penetrante como la de la pieza más hermosa de su colección de animales disecados. A partir de entonces dejó la puerta de su santuario abierta, y cada tarde al anochecer pedía a Adelaida que le ayudase en sus menesteres de taxidermista. Adelaida se sentaba a su lado y le iba pasando tijeras, pinzas u ojos, según él se lo iba pidiendo. El hombre no se distraía ni un segundo, salvo para mirarla chupetear los ojos blandos para peces. (Escrito para los Viernes Creativos de Fernando Vicente, fotografía de Albert Shommer)
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