Atar cabos (Lidia)
Mucho antes de la época actual en la que la belleza es directamente proporcional al volumen de los labios, había en mi calle dos mujeres que nunca hubieran salido sin llevarlos pintados: mi madre y nuestra vecina Gabriela. Otro hecho singular era que Gabriela y los suyos, venidos de no se sabía bien dónde, eran protestantes en un pueblo de católicos convencidos o de pacotilla, pero católicos, todos.
Lidia —la hija menor de Gabriela— y mi hermana se pasaban horas jugando a la goma. Tensaban la cinta elástica entre el tronco del tilo más cercano a nuestras casas y los tobillos, las pantorrillas, las rodillas, la cintura... de la que hacía de segundo pivote. En más de una ocasión me habían propuesto que jugase con ellas, pero tener dos años más era razón suficiente para rechazar el ofrecimiento, sobre todo si se es patosa.
Lidia tenía unos grandes ojos verdes, la tez muy clara y unas largas piernas desproporcionadas en su cuerpo de niña; sus movimientos recordaban los de los cervatillos al dar sus primeros pasos, pero pese a su aspecto frágil saltaba alto, muy alto. Siempre ganaba.
Cuando empezó a quejarse de dolores en la tibia derecha, se buscó en vano las señales moradas de un golpe y, cuando le fue imposible poner el pie en el suelo, mi hermana y ella doblaron con cuidado la goma y buscaron un hueco en el tronco del tilo.
—Aquí nadie la verá. Para cuando esté bien —dijo Lidia; luego dejó las dos muletas en una esquina del zaguán de su casa y se despidió.
Pero la cinta se fue cuarteando en el hueco del árbol, y Lidia y mi hermana nunca más pudieron competir a ver quién de las dos saltaba más alto.
El día del entierro de la niña nos vestimos todos con colores oscuros y, por primera vez, vi a mi madre salir a la calle con los labios sin pintar.
—Sería de muy mal gusto —me explicó.
Cuando en un silencio de paisaje nevado salió Gabriela detrás del ataúd, parecía haber encogido, fantasmagórica entre tanto velo negro. Sin embargo, al pasar a nuestro lado levantó la cara, y pudimos ver la mancha roja de su carmín; sus labios como una fina herida sangrante.
Miré hacia mi madre. Ella también estaba apretando los labios; sus labios como un reproche marmóreo, mientras yo ataba cabos sobre protestantismo, mal gusto y barras de labios.
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