Halitosis
Era la primera vez para todas, la primera vez que íbamos a ir a confesarnos y estábamos muy atentas a las recomendaciones de sor María Auxiliadora.
—Ahora vais a hacer una lista con todos vuestros pecados, para que el señor cura no tenga que perder tiempo frente a niñas tartamudeando al no saber qué decir. Acordaos que los pecados veniales son faltas, tropiezos o vacilaciones en el seguimiento de Cristo.
De inmediato tuve la sensación que, de todas mis compañeras, era yo la única a la que no se le ocurría nada más que una pelea de hermanos y una mentira; ¡dos cosillas no bastaban para hacer una lista como Dios mandaba y seguro que el señor cura me reñiría.
Por ser la pequeña de una familia numerosa sabía que intentar mirarle el pito a mi hermano Pedro era un pecado, que besar con lengua, como lo hacía Arturo, otro hermano mío, con nuestra vecina, era también muy muy malo, y que levantar el jersey para enseñar las tetitas, como lo hacía Ester, mi hermana mayor, con el chico de la tienda de ultramarinos, era el colmo de los pecados. A mí me pareció que con tres cosas así mi lista sería la mejor, y que la absolución que recibiría sería proporcional de grande y de bonita.
Cuando al día siguiente me tocó a mí entrar en aquel confesionario con olor a sudor y aliento encebollado, me entraron ganas de vomitar y de salir corriendo. Sin embargo, la silueta somnolienta del señor cura me tranquilizó; el hombre estaría harto de niñas «tartamudeantes», así es que yo leería rápido mi lista y, rápido también, a la calle de nuevo donde el sol seguiría brillando, o eso esperaba yo.
—Padre, me acuso de haberme peleado con mi hermana pequeña, de haber dicho una mentira a mi madre, de haberle mirado el pito a Pedro, de haber besado con lengua a la vecina, no, al vecino, y de haber enseñado las tetitas al de la tienda de ultramarinos.
Un grito ahogado salió del lado oscuro, el señor cura se había despertado y yo recibía su ira fétida, o sea, la de Dios, en plena cara.
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