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dominiquevernay

A salto de mata

A salto de mata

Un rayo de sol ha bastado para que los dos bancos del parque, abandonados unas horas antes por noctámbulos de andares renqueantes, sean de nuevo ocupados por diurnos de andares igual de renqueantes pero, esta vez, por culpa del reuma.  
Fermo ha tenido que apartar, con la punta de su bastón, una lata de cerveza y varias bolsitas de pipas vacías, y Etelvina ha desplegado un periódico en el asiento del banco que ya no tiene respaldo; prefiere este último ya que al otro le falta una tablilla en el asiento y es «la mar de incómodo»; no es la única que lo dice y cuando lo hace pone la misma cara que cuando pisa una caca de perro. 
Sin embargo, hoy la conversación no va de sinvergüenzas que lo dejan todo perdido ni de amos de perros desconsiderados que hacen que luego «se las ven y se las desean para limpiar aquella peste».
—¡No sé por qué tienen que cambiar la hora! —se queja Etelvina—, tendré que pedir a la mi nieta que me venga a poner en hora el reloj de la salita, que no sé tampoco por qué el mi yerno tuvo que colocármelo tan arriba... ¡que ni subida en una banqueta!
—Yo no les cambio nunca la hora— dice Fermo recolocando de un lengüetazo su dentadura postiza o relamiéndose por su gran astucia.
Los del banco con una tablilla de menos en el asiento dicen que sí con la cabeza; están en la conversación salvo Pilarina que va siempre dos o tres pueblos por detrás de los demás.
—Dice la médica que es lo mismo que tomaba antes, pero la caja de ahora es amarilla, y la mía de todo la vida era azul —se queja la mujer.
—Pilarina, que estamos hablando de que hay que cambiar la hora, que a las dos serán las tres y que...
—Ya ya, lo que tú digas, lo que tú digas, pero a mí, que no me haga creer aquella mocina que lo que me dio es lo mismo que lo me daba «Don David Que En Paz Estea»—. Pilarina, suspira, no le gusta que la tomen por tonta. Cierra los ojos unos segundos como para una siestecita y los vuelve a abrir—. A propósito, creo que nos van a cambiar la hora.


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