Sidol, el mejor limpiametales
Me levanté con ganas de sacar brillo a algunas de las cosas que heredé de mis padres, más bien de mi madre, ya que en casa de mi progenitor nunca hubo tinteros de cristal y latón, ni regadera de cobre, ni palita de plata para servir los postres. Contaba él que, en su familia, habían inventado el plato de postre más cómodo y barato que podía darse: bastaba rebañar el plato liso hasta dejarlo tan limpio como la patena y darle la vuelta; su base daba de sobra para servirse un trozo de queso, de membrillo o un poco de flan con nata. Cuando de vez en cuando aún lo hacía, era más para molestar a mi madre que ponía entonces cara de «Dios mío, ¿qué habré yo hecho al Señor para que me haya caído esta cruz?». Pero a lo que iba. Cuando mi madre empezó a amargarnos las reuniones familiares preguntándonos en voz alta, lo que hasta cierta edad se pregunta uno para sus adentros, «quién de vosotros querrá este mueble cuando ya no esté?... ¿a quién le puede interesar esta cómoda?, ¿este cenicero de plata?... fui yo quien, por zanjar un tema ciertamente desagradable, o por codicia o por cierto gusto por lo que brilla, me hice con casi todos los metales del clan. Lo que sí tengo que añadir en mi defensa —porque hay días en los que me siento como culpable de algo indefinido—, es que antes de hacerme con todo aquello tuve que prometer que lo conservaría siempre reluciente, nunca olvidado y cubierto de cardenillo en un trastero; no sé si mis hermanos fueron menos codiciosos que yo, o si solo más prácticos, pero el caso es que declinaron la oferta de mi madre, y de ahí a que hoy me encuentre en la terraza de casa, entretenida en la tediosa tarea de devolver el resplandor a esos objetos de formas y recovecos imposibles (y de valor más sentimental que otra cosa, dicho sea de paso). Más de una vez me ha apetecido decir a la persona, que de vez en cuando viene a echarme una mano para las limpiezas a fondo de cambios estacionales, «por favor, hoy toca sacar brillo a la plata», pero nunca he conseguido terminar la frase sin atragantarme, sonrojarme y optar por otra tarea más... no sé cómo decirlo, una tarea de casa de gente más normalita: barrer, planchar... Está claro que ver la serie, Downton Abbey, aunque solo sea unos pocos capítulos, tiene sus consecuencias. La empiezas a ver porque te dicen que la serie está muy bien ambientada, que es una manera de conocer un poco mejor aquella época en la que los de abajo sabían sacar brillo a la plata de los de arriba con tanto arte, y poco a poco te dejas seducir por la bondad de aquella familia de aristócratas, tan humanos y tan considerados, todos ellos, hacia una tropa de domésticos no siempre merecedores de tantas atenciones. Entonces, cuando a punto estás de echarte a llorar por la muerte de la hija del marqués, y de mandar a alguien que le saque brillo a «tu» tintero y «tu» palita de servir tartas, es hora de que vuelva a correr un poco de sentido común por tus neuronas y recuerdes que el brillo te lo tendrás que sacar tú si es que tanto te gusta, y que no conviene mezclarlo todo, explotadores y explotados o, como a la hora de contar las guerras, simplificarlas hasta el punto de meter a todos en el mismo bando. Claro, yo no sé con qué derecho escribo cosas así... nunca fui corresponsal de guerra ni pude contar con amigos embajadores con los que poder ir a emborracharme en los puticlubs en el Líbano... debe de ser por el Sidol.
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