Y no me digas que no pasó nada
Boca abajo los dos estábamos a gusto, diría incluso que felices. Jugábamos a adivinar frases que, por turnos, nos escribíamos en la espalda con el índice; «escalofríos amorosos» los llamábamos, cosas de pareja.
—Es-ta no-che te... Borra y repite, por fa, que no me he enterado del final.
Entonces Mario hizo como si pasase un borrador suave de pizarra por mi espalda y volvió a empezar.
De repente su mano se paró. Levanté la barbilla, ¿no pares!, y vi un pie muy cerca de mi toalla. Me incorporé para asegurarme de que no fueran a clavarme un palo de sombrilla entre las costillas. De la arena blanca habían ido brotando centenares de sombrillas y no estaba dispuesta a renunciar a nuestro metro cuadrado de playa.
—Ya sabes que este sitio suele estar petado —me había recordado Mario antes de nuestra escapada de finde.
—¡Anda, no será para tanto, y tengo tantas ganas de sol! —le había contestado, mimosa.
Después del pie aquel, vi el otro, luego las piernas, las nalgas, la cintura, la espalda, el cuello... de una mujer diez. Ella también parecía haber brotado de entre los que allí nos encontrábamos, o sea, de entre gente más o menos normal.
Me levanté bruscamente y me dirigí hasta el agua. Sorprendido, Mario me miró alejarme —sorteando cuerpos, cubos y palas, más cuerpos, flotadores y sillas...— mientras que de mi espalda se desprendía el último y estúpido escalofrío amoroso.
Nadé mar adentro huyendo del griterío de los bañistas y de la mancha aceitosa de cremas protectoras, y cuando me puse de cara a la playa con los ojos llenos de agua salada y de ira, las putas sombrillas empezaron a bailar en la lejanía.
Iros todos a la mierda, pensé, tú también, Mario, que venga un ciclón y os lleve a tomar por culo.
Cuando al rato volví a la playa, Mario me sonrió.
—¿Qué tal está el agua? —me preguntó como si no hubiera pasado nada.
—Llena de medusas —dije.
(Para los Viernes Creativos, imagen de Constantina @focusca
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