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dominiquevernay

No, no quiero jugar a los médicos contigo

Comento que sí, que estoy mejor, pero que aún me quedan cuatro días de antibióticos por delante.

—¡No me digas!...
La mujer (joven), que está justo delante de mí en la cola del súper —la del «no me digas»— y que se disponía a sacar una lechuga y un tomate de su cesto para pasarlos por la caja, se detiene, la lechuga en alto en su mano derecha, como si un monaguillo hubiese tocado la campanilla para la elevación de una lechuga en una misa ecológica.
—Pues sí, te digo —contesto (a la defensiva, ceño fruncido y carraspeos que desencadenan una tos de cantera en la que trabajan tres camiones). 
—Miel con limón y homeopatía. No entiendo que la gente se sigua envenenando con esas porquerías —me dice la doctora de los cojones.
No contesto nada y coloco mi jamón de york y mis cuatro yogures en la cinta transportadora. 
La veo pagar, abrocharse de nuevo el anorak y horror de los horrores... me espera.
—Mira, yo estoy con un catarrazo que no veas, pero ni antibiótico ni nada de toda esa mierda que te recetan. Mucha agua y homeopatía. En una semana estaré como una rosa. 
Entonces con mi mejor sonrisa, falsa evidentemente, le digo que vale, que dentro de unos años, veinte o treinta, cuando tal vez haya tenido que pedir recetas de morfina para su madre en fase terminal, o cuando quizás haya tenido que ver cómo operan e inundan a su peque de antibióticos para salvarle de una peritonitis, o cuando, pongamos el caso, haya añadido (por su cuenta) una o dos gotas más de ansiolítico en el vaso de agua de su padre, para aliviar la angustia creciente del que no puede recordar ni su nombre... entonces, solo entonces, estaré dispuesta a hablar con ella de las maravillas de la homeopatía.
—¿Dentro de treinta años? —se sonríe (sonrisa torcida, narices de aquí alguien se ha tirado un pedo y yo no he sido).
—Ya, no me hagas caso —le digo—, dentro de treinta años tú seguirás como una rosa, y yo me habré muerto. Y me río. Y es de verdad.

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