La gárgola
Hacía ya tiempo que las gárgolas se habían quedado secas con la boca abierta sobre la última arcada. En cada paritorio, los recién nacidos con cara de anciano gritaban su desesperación al abrirse camino entre las piernas flácidas y frías de sus madres. Atrincherados en sus salas refrigeradas con aire embotellado, la gente repetía en silencio, con la solemnidad de cuantos sacrificios bárbaros e inútiles hubo en el mundo desde sus inicios, los gestos ancestrales que les habían hecho hombres y que temían no recordar algún día: amasar algo de harina con unas gotas de agua, darle forma, reunirse todos alrededor del fuego y contemplar cómo la llama pinta colores sobre la hogaza. Luego, aún esperanzados, les quedaba por masticar, masticar para no olvidar.
Pero aquel día no hubo pan, ni reunión junto al fuego. Salieron todos a la calle bajo aquel sol destructor. Había nacido otro niño y, de entre las piernas flácidas y frías de su madre, su grito, al igual que el de las gárgolas, se había quedado mudo.
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