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dominiquevernay

Detrás de las puertas

Detrás de las puertas Safe Creative #1112260809053

Marta tenía pánico a todo lo referente a la muerte.

Dirán y con razón, ¿y quién no? Sí, cierto, pero cuando a cierta edad se empieza a asistir a funerales un día sí y el otro también, uno se va haciendo a la idea de que la muerte es ley de vida y que más vale tomárselo con calma.

¿A quién no le ha pasado equivocarse de sala de tanatorio y terminar de la mano de una viejecita quien, después de mandar reabrir la tapa del féretro, pregunta entre sollozos:

–¿A que está guapísimo? ¿A que parece que va a hablar?

Y, aunque le entre a uno unas tremendas ganas de salir corriendo, antes de que el pobre Ceferino –por ponerle un nombre– empiece a hablar, se arma de valor y contesta:

–Pues sí, hay que ver lo bien que se le ve.

Eso es lo que haría la mayoría de la gente, pero no lo que haría Marta suponiendo que un día se encontrase en un tanatorio. Ella empezaría a temblar y balbucearía cosas incomprensibles antes de desmayarse.

Pero, tal vez fuese bueno retroceder muchos años atrás.

Marta acababa de cumplir seis años. Era un sábado de invierno, la niña se desperezaba en la cama, sorprendida de que Fumanchú no hubiese entrado aún a cosquillearle la nariz con sus largos bigotes de chino mandarín. No se oía ningún ruido en la casa y, al poner los pies en el suelo, Marta tuvo la extraña sensación de que pisaba en blando. Al ver que no se trataba del suave lomo negro azabache del gato, se quedó sentada unos segundos en el borde de la cama, agudizando al máximo sus cinco sentidos. Los momentos de silencio no abundaban en su casa aunque fuese hija única –su madre era una persona muy alegre, siempre canturreando mientras trajinaba– y, menos aún, momentos de silencio como ese, tan mullido; un silencio de suflé, como los que hacía su abuela antes de caer enferma. El frío del parqué bajo sus pies terminó de espabilarla. Haciendo caso omiso de las sempiternas recomendaciones maternas, dejó que sus zapatillas siguiesen debajo de la cama –entretenidas en su eterno bostezo– para dirigirse a paso decido hacia la puerta. El ligero impacto de sus pies contra el suelo bastó para que el silencio-suflé se deshinchase un poco, luego, del todo, para hacerse de madera al chocar la mirada de la pequeña contra una puerta cerrada. ¡Cerrada! Era la primera vez que eso ocurría, sobre todo tratándose de su puerta. Marta reprimió un grito de protesta en consideración a su abuela quien, seguro, habría vuelto y estaría durmiendo en la habitación contigua.

–Nos han llamado del hospital, la abuela va a volver a casa pero está muy malita, tan malita que... Mañana tendrás que pasar el día en casa de Sofía para que papá y yo podamos... Pero tú, ahora, a dormir.

Eso le había dicho su madre antes de apagar la luz y de salir de su habitación dejando, eso sí, la puerta abierta y la luz del pasillo encendida. Y Marta se había dormido pensando en las muñecas de su amiga Sofía, mucho más bonitas que las suyas, y olvidándose del "tan malita que..." que su madre había pronunciado empujando las palabras fuera de su boca, como cuando barría las hojas de otoño que se amontonaban en el porche.

Pero ahora, ante aquella puerta cerrada y al poner la mano en el pomo dorado, no solo lo notó frío en su mano, también lo notó frío en su garganta y ahí dónde latía cada vez más aprisa su corazón. Claro que sabía que las puertas tenían manillas o pomos, goznes en los que no había que poner los dedos y cerraduras, pero lo que acababa de descubrir era que una puerta no solo servía para dejar pasar la luz, los susurros de los padres cuando los niños ya estaban en la cama, las tosecitas de las abuelas pachuchas, los maullidos de gatitos, el ronrón de las teles... las puertas servían también para cerrar pasos, para impedir.

Marta no conseguía hacer girar el pomo, se le escurría en la mano; lo soltó y se puso de puntillas con intención de agarrarlo mejor para poder hacer más fuerzas. Entonces, vio por unos segundos su cara reflejada en aquella bola de latón que su madre abrillantaba regularmente. No era la primera vez que la niña se miraba en el pomo; lo hacía para reírse de esa Marta de nariz enorme, como esos monos narigudos tan graciosos que había visto en el zoo, y se divertía sacándole la lengua. Pero hoy era distinto, su imagen distorsionada no le gustó, la asustó más aún de lo que ya estaba y no pudo retener por más tiempo un grito de angustia, simultáneo al chasquido del pestillo de la puerta.

–¡Mamá!

Un "Mamá" tan grande que en él cabían todos –su madre, su padre, la abuela– y que la llevó a volandas por el largo pasillo que separaba su habitación de la cocina.

–¿Por qué cerraste la puerta de mi habitación? ¿Dónde está la...?

A pesar del grito y de la escandalosa llegada de su hija, Ángeles, de pie junto a la ventana que daba al jardín, permaneció unos segundos más ajena a todo, la vista fija en el fondo de una taza que sostenía en la mano. En la cocina olía a café. La niña se acercó a su madre y tiró suavemente de la falda negra que no recordaba haberle visto nunca.

–Mamá, ¿qué pasa?, ¿por qué lloras?

Entonces la mujer levantó la cabeza como resignada a no encontrar nada en el fondo de aquella taza; la dejo en el fregadero, se sentó a la mesa y cogió a la pequeña en sus rodillas como si fuera un peluche contra el que acunar una pena. Luego, empezó a explicarle que la abuela había muerto, que mañana sería el entierro pero que no tenía que estar triste, que el alma de la abuela se iría al cielo con la del abuelo, que siempre tendría que recordar a la abuela tal y como era antes y que hoy vendrían mucha gente para darle un último adiós. Todos eso se lo fue diciendo muy despacio, escogiendo cada palabra como cuando, en verano, iba con su hija a recoger fresas en la huerta:

–Solo las maduras, las verdes no, son muy ácidas.

Luego, las dos quedaron en silencio. Marta dejó que su madre le acariciara la frente, las mejillas; las manos de su madre cálidas y suaves. De repente, Ángeles se fijó en los pies descalzos de la niña y la regañó cariñosamente.

–Ya sabe que no te quiero ver descalza, vete a por tus zapatillas y luego desayunas. La mamá de Sofía no tardará en venir a buscarte.

A Marta le gustó que su madre la regañase un poco, era como la vuelta de su mamá de verdad y, obediente, se fue corriendo por el pasillo en dirección a su habitación.

Al llegar a la altura de la de la abuela, oyó un maullido, luego otro.

–¡Fumanchú! –exclamó la niña–, ¿qué haces tú en la habitación de la abuela? ¿No sabes que está muerta y que su alma...?

Sin pensárselo dos veces, la pequeña había girado el pomo en un movimiento de muñeca enérgico. No sabía aún que, detrás de las puertas cerradas, también se podían esconder cosas terribles. El pomo no se le resistió y la puerta se abrió de par en par antes de que pudiera terminar la frase.

El grito que entonces se pudo oír acuchilló el silencio, y las pisadas de la niña huyendo hacia la cocina en busca de su madre trituraron lo que quedaba de él.

–Mamá, mamá –sollozaba Marta temblando y lívida como un espectro en su camisón blanco–, el alma de la abuela, el alma de la abuela –balbuceaba–, se la está comiendo Fumanchú.

Luego, se desmayó.

De nuevo las manos cálidas y suaves, y un mechón del pelo de su madre inclinada sobre ella, por el que poder trepar y volver en sí.

–Hija, perdóname, tenía que haberte avisado, hasta mañana por la mañana el... el cuerpo de la abuela estará aquí con nosotros, para que los que la conocían puedan venir a despedirse de ella. Pensaba que era mejor que no la vieras, no pensé que fueras a entrar en la habitación. Ha sido un descuido por mi parte, una estupidez, perdona pequeña. Luego, si quieres, entraremos las dos para que veas que no pasa nada. Papá oyó tus gritos y está poniéndolo todo en orden. Todo fue cosa de Fumanchú que es demasiado juguetón.

Marta escuchaba, los ojos muy abiertos, pero al oír esa última frase empezó de nuevo a llorar:

–Estaba encima de la almohada, con las patas enredadas en el moño de la abuela y tenía su alma en la boca, se la quería comer como... cuando caza ratones.

–Hija, deja de llorar y escucha. Te voy a contar un secreto, el secreto más bien guardado de la abuela. ¿Quieres?

La niña movió la cabeza de arriba abajo.

–Bien. La abuela siempre llevó moños, moños "caracolas" como tú los llamabas y hay que reconocer que le quedaban muy bien –empezó a contar Ángeles–. Pero poco a poco se le fue cayendo el pelo y, para poder seguir dando forma a sus moños marineros, tenía que rellenarlos –añadió sonriendo para que la niña se animase–. Como siempre le sobraba un poco de lana de los jerséis que nos iba tejiendo, los juntaba para hacer ovillitos de relleno que luego tapaba con mechones de su propio pelo y que –con prendedores casi invisibles– fijaba a su nuca, como bígaros pegados a una roca. Supongo que un hilo de lana sobresaldría del moño de la abuela y Fumanchú quiso jugar.

Pero llamaban a la puerta, era la madre de Sofía. Marta pareció quedar conforme con la revelación del gran secreto y no quiso saber más ni volver a entrar en la habitación de la abuela. La explicación del alma de la abuela encontrándose con la del abuelo también pareció ajustarse a lo que solían contarle en clase de catecismo y se aferró a ella.

Sin embargo, cuando a los dos meses Fumanchú murió atropellado por un coche, Marta no lloró ni quiso que sus padres adoptaran otro gato. Tampoco quiso nunca llevar el pelo largo –por mucho que insistiera su madre en lo inconcebible que resultaba cortar una melena rubia– ni un recogido en forma de espiga de trigo cuando se casó, y desarrolló cierta fobia a las bolas de polvo esquineras a las que daba caza sin tregua.

Pasados los años, cuando tuvo que vender la casa de sus padres, Marta pidió a Sofía –a la que seguía muy unida– que la acompañase para ir a recoger algunas cosas que aún quedaban. Sin encender la luz siquiera las dos amigas entraron en la casa. Nada más dar unos cuantos pasos, tuvieron la sensación de pisar en blando y, al llegar delante de la puerta de la habitación que había sido de la abuela, oyeron a un gato maullar por dos veces. Antes de que Marta pudiese impedírselo, Sofía ya había abierto la puerta y las dos mujeres vieron salir a un gato negro con largos bigotes de chino mandarín. Se acercó a ellas ronroneando y, después de unos cuantos estiramientos, describió unas suaves S contra los tobillos de Marta como si quisiese enlazarlos, luego, contoneándose, se alejó hasta desaparecer, tragado por el oscuro pasillo.

2 comentarios

Dominique -

Transmitiré a Fernando... Y gracias por pasarte por aquí :-)))

Coque -

Un cuento muy bonito. Los gatos son imprevisibles y juegan hasta con nuestras almas, aunque éstas residan en un moño.

El dibujo del gato es una maravilla. Felicitaciones al autor. Por cierto es igualito a mi gato.