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dominiquevernay

Cena de empresa

Cena de empresa

Cuando llegué la mesa ya estaba lista, y un año más tendría que sentarme al lado de Barba Azul ¿Qué pintaba yo al lado de ese energúmeno? Pero las órdenes venían de arriba. Caperucita, Gretel y La Cenicienta parecían pasárselo de maravilla, no así Hansel junto a Gruñón y a Mudito. El Gato con Botas no le quitaba ojo al Ratoncito Pérez que, al igual que yo, se sentía desplazado. Aburrida estaba la cosa hasta que apareció ella: Lolita. Haciendo caso omiso de órdenes, ignoró al Lobo, acarició a mis renos y, con su carta de deseos en la mano, vino a sentarse en mis rodillas. 

#cuentosdeNavidad.

El plan

El plan

El plan 

Todo estaba saliendo como previsto: había intentado coger la gripe (buscando cualquier excusa en el trabajo para ir a consultar tonterías con compañeros griposos) y la había cogido, aunque mejor sería decir que la muy cabrona me había cogido a mí y bien cogido. No había una sola parte de mi cuerpo que no se resintiera de los 39º C de fiebre que me tenían atados a la cama como Gulliver en el país de los liliputienses. Pero yo, feliz. Estábamos a veinticuatro de diciembre y no tendría que ingeniármelas para escaquearme de la tradicional cena de nochebuena, sentado, como cada año, entre mi cuñada la hippie y mi tía Gertrudis y su estola de visones; esta última pidiéndonos silencio a gritos para poder oír la retransmisión del discurso navideño de nuestro monarca.
Desde la mañana y desde mi cama pude oír las quejas de mi mujer sobre «este hombre» —o sea yo— que siempre tenía que ponerse malo cuando más se le necesitaba, y sobre el carnicero que no le había dado «de lo que él sabe». Sí, entre mi mujer y su carnicero existía y sigue existiendo una extraña relación. Las pocas veces en las que voy a por cuarto y mitad de filetes, mi mujer insiste en que no se me olvide recalcar que el pedido es para ella, Margarita de la Flor, y que me dé «de lo que él sabe». Si en un acto reflejo bajo la voz para repetir la frase aprendida de casa, el carnicero la suele volver a lanzar a pleno pulmón deleitándose en cada silaba.
—¡Y para usted lo más tierno y jugoso!... que sé yo muy bien lo que le gusta a su señora. (Y para mí que lo dice con segundas.)
Entre paracetamol y paracetamol entreabría los ojos y vislumbraba el bamboleo del pobre papá Noel de los vecinos de la casa de enfrente. Con el ceño fruncido y una pierna doblada sobre un trozo de escalera de mentira que no le conduciría a ninguna parte, aquel viejo reumático llevaba ya una semana a la intemperie. Pero aquella mañana del veinticuatro de diciembre había amanecido lluvioso, y su cuerda-escalera daba «fe del fuerte fiento que hafía defido de soflar» toda la noche. Tenía la cuerda alrededor del cuello. Se había suicidado o eso me pareció a mí en mitad del delirio febril.
Cuando a media tarde empezaron a llegar los invitados, recuerdo vagamente a mi mujer entrando en la habitación para pedirme que, por favor, dejase pasar a tía Gertrudis. Había llegado muy pronto, enredaba en la cocina e insistía en saludarme.
De 39ºC había pasado a 39,5ºC y no pude encontrar fuerza alguna para enfrentarme a una Margarita con humor de cardo borriquero.  
Embutida en un vestido negro de lentejuelas y peinada con un moño navideño de veinte centímetros de alto, tía Gertrudis irrumpió en mi habitación envuelta en un halo luminoso —¿efecto de la fiebre?... quizás—, y tuve entonces la certeza de que el famoso espíritu navideño del que tanto se hablaba existía de verdad y que se había reencarnado en tía Gertrudis. 
De pie y lo más alejados de la cama posible por eso de los «viruses» que no suelen mostrase considerados con nadie, aquel espíritu y su moño se plantaron junto a la ventana, de cara hacia la calle. Luego empezaron a despotricar sobre la vida en general y los hombres en particular —o sea yo de nuevo—, que si éramos unos quejicas, que si hubiésemos parido ya sabríamos lo que sí es sufrir de verdad y... y en aquel preciso momento, un golpe de viento algo más fuerte que los demás hizo que el papá Noel de los vecinos de enfrente resucitase, se liberase de toda atadura y viniese a estrellarse contra la ventana del dormitorio. El formidable abrazo pilló a tía Gertrudis tan de sorpresa, que echó para atrás la cabeza y su moño y perdió el equilibro. 
Los gritos del espíritu navideño se debieron de oír hasta Belén, y cuando conseguí incorporarme para ver qué era aquel bulto que de repente me cortaba el riego de cintura para bajo, me encontré con el moño de tía Gertrudis cosquilleándome los morros. 
—Tía Gertrudis se ha debido de romper el tobillo, hemos llamado al 112, vendrán enseguida, pero de momento se quedará acostada a tu lado, sé amable, no te muevas mucho, yo tengo que atender a los demás invitados. 
Todo eso me estaba diciendo mi mujer y todo eso intentaba yo procesar cuando me pareció ver entrar a mi cuñada. Había sido previsora y venía colocada de casa. Se rió al vernos y nos pidió que le hiciéramos un sitito en la cama para un selfi, que con lo mono que éramos se haría viral en unas horas. ¿Luego?... Tengo entendido que luego caí en un atormentado sueño, tumbado entre mi cuñada y tía Gertrudis. 
#cuentosdeNavidad


La gárgola

La gárgola

Hacía ya tiempo que las gárgolas se habían quedado secas con la boca abierta sobre la última arcada. En cada paritorio, los recién nacidos con cara de anciano gritaban su desesperación al abrirse camino entre las piernas flácidas y frías de sus madres. Atrincherados en sus salas refrigeradas con aire embotellado, la gente repetía en silencio, con la solemnidad de cuantos sacrificios bárbaros e inútiles hubo en el mundo desde sus inicios, los gestos ancestrales que les habían hecho hombres y que temían no recordar algún día: amasar algo de harina con unas gotas de agua, darle forma, reunirse todos alrededor del fuego y contemplar cómo la llama pinta colores sobre la hogaza. Luego, aún esperanzados, les quedaba por masticar, masticar para no olvidar.

Pero aquel día no hubo pan, ni reunión junto al fuego. Salieron todos a la calle bajo aquel sol destructor. Había nacido otro niño y, de entre las piernas flácidas y frías de su madre, su grito, al igual que el de las gárgolas, se había quedado mudo. 

Por Asturias y tierras lejanas

Por Asturias y tierras lejanas

 

Cuando por fin se van sus amigotes me dice que me prepare, que nos vamos de viaje. A mí no me gusta tener que prepararme a toda prisa. Además ya es casi de noche y Cova lleva un rato dormida en su cunita. Pues no la lleves, me dice. ¿Dejarla sola e irnos de viaje? ¡Estás loco!, le digo enfadada. 
Cruzamos el jardín en dirección al cobertizo. Lo primero, quitar la lona que cubre el coche. Me pongo de puntillas para ayudar a Mel a enrollarla. Cada uno desde un lado, como para doblar las sábanas. Pero la lona es más pesada, nos cuesta, no es tan divertido como con las sábanas que cuando las sacudes se hinchan y parece que vuelas en globo. 
Pongo a Cova en el asiento de atrás asegurándome antes de que no haya ningún bichito. Me gustaría sentarme al volante, pero Mel me dice que vamos a ir por carreteras con muchas curvas y que mejor conduce él. Antes de subirse engancha dos linternas a la parte delantera del Opel Olympia que está ciego, y de paso coge un hierbajo que encuentra por ahí y se lo lleva a la boca. A mí no me gusta que fume, pero entra aire por todas partes y no creo que a Cova le llegue el humo. 
Arrancamos. Soy yo la que da los mejores acelerones —¡brrrum, brrrum!— porque con el cigarrillo en la boca a él no le salen tan bien. Pero me canso. Ahora nos tenemos que agarrar bien porque empiezan las curvas. Estamos llegando a los lagos de Covadonga, me dice. La verdad es que el paisaje es precioso, pero le digo que tenga cuidado que la carretera es muy estrecha, y que es mejor que deje el cigarrillo y sujete el volante con las dos manos. Es un volante muy grande. Me gusta el ruido que hacen las manos al deslizarse en él. De repente grita: ¡cuidado, una vaca!... ¡Vaya susto!, casi chocamos. Nos reímos, pero luego Mel protesta: «no entiendo que los políticos dejen que estos animales anden libres por los Picos», refunfuña con la misma voz que la de nuestro padre. La imita muy bien.
Del frenazo Cova se ha despertado y me parece que está mareada. Le digo a mi hermano que paremos un rato. Además ya no pienso seguir haciendo de motor. Se me han dormido los labios de tanto «brrrum, brrrum». Quiero conducir. 
Cuando nos llaman de casa para cenar apenas si les oímos. Hemos bajado los dos del viejo Opel del bisabuelo, y con Cova a modo de matraca le estoy dando una buena paliza a mi hermano. Tiene que escupir su cigarrillo todo babeado para poder insultarme. Me da igual que me llame «tonta». Le llamo cosas peores y le sigo dando hasta oírle prometerme que la próxima vez que nos vayamos de viaje conduciré yo. Y si quieres podemos ir a Llanes, me dice. Iremos a donde digamos Cova y yo, le contesto. ¿A dónde querrás ir, amor mío?, le pregunto a Cova mientras le recoloco el vestido y la pierna derecha que se le ha salido. A la India, hago que dice. 
Y cruzamos de nuevo el jardín. A estas horas es una selva y nuestra casa el único refugio posible en kilómetros a la redonda. 
#viajessostenibles

 

Envidia mohosa

Envidia mohosa

Envidia mohosa

—¡Pero será posible que no sepas aún que lo más rico es lo verde?

Mi padre se desespera al verme desmigajar un trozo de Roquefort.

—Al precio que tiene te lo vas a comer todo, lo blanco y lo verde, que en esta casa no entrarán quesos de esos que no saben a nada.

La mueca de desdén que hace no deja lugar a duda, aquellos otros quesos a los que se refiere son holandeses. Nadie sabe el porqué de su aversión hacia Holanda y, en general, hacia todos los países más al norte que el nuestro.

—Sus quesos son tan insípidos como sus tulipanes faltos de gracia. ¿A que cuesta saber si un tulipán es de verdad o de plástico?

Como la única razón de vivir de mi hermano es la de molestarnos a todos, dice que Ámsterdam es la ciudad más molona del mundo.

—Para los yonkis como tú —gruñe mi padre.

A la abuela le gustaría contarnos que en 1945 salvaron a su padre gracias a un descubrimiento llamado penicilina. Y a mi madre, que la vecina del tercero se ha apuntado a un viaje para ir a ver auroras boreales. Pero se quedan calladas.

El vuelo de mil grullas

El vuelo de mil grullas

Me miraste con esa misma alegría que surge del reencuentro inesperado con un sabor de la infancia. Me abrazaste y me dijiste al oído: bienvenida, eres como te recordaba. Quise creerte y reconocerte yo también. Luego me invitaste a tomar algo en una terraza al tímido sol de marzo. Levantaste la vista hacia el cielo, y con la mano a modo de visera contemplaste maravillado el vuelo cenizo de mil grullas en su viaje hacia el norte. ¡Quién fuera grulla!, murmuraste. Te reíste y me cogiste de la mano. Al cruzar la plaza, enorme damero, quisiste jugar a no pisar negras, tonto el que las pise, y por el camino blanco me guiaste hacia aquella terraza desde la que poder seguir la migración de aquellas valientes aves, más allá de lo que ni tú ni yo conocíamos.Volaremos con ellas, me prometiste. Cuando, exhausto tú, exhausta yo, el aire del anochecer nos sorprendió, te despediste con esa misma alegría que surge del reencuentro inesperado con un olor de la infancia. Me llamo Mario, ¿y tú?, me preguntaste.

 

Amapolas en el arcén

Amapolas en el arcén

Domingo. Lucía oye el paso incierto de su hijo de vuelta de una de sus juergas. Su marido, recién llegado de un viaje de negocios, aún duerme. ¿Cuánto tiempo lleva ella sin viajar?… ¡Basta ya de pretextos! Se viste, coge dinero, las llaves del coche del durmiente y se va.

Sentada en el arcén de una carretera comarcal, María intenta recobrar el aliento. De repente, un coche que se acerca. Se pone de pie. Es una conductora y no es el Audi rojo de antes. Levanta una mano y con la otra sujeta el tirante roto de su vestido.

Lucía ayuda la joven a subir al coche.

—No, al hospital, no. Al cuartelillo tampoco —insiste María.

Solo quiere hablar del chico del Audi rojo, de lo bien que lo habían pasado al principio, riéndose hasta de sus familias. Él, con un padre siempre de viaje para sus supuestos negocios, y la imbécil de su madre, en casa, sin querer enterarse de nada. Pero luego, en un camino de tierra, el chico…

Lucía deja de escuchar. Piensa en cosas. Por ejemplo, en que no le gusta conducir el Audi rojo de su hijo. Prefiere el Mercedes de su marido.

Nuestra otra vida

Cuando se ausentaba de casa, mamá se quedaba en el porche hasta ver desaparecer su coche tras la curva. Luego, soltaba su melena-hiedra y se encerraba en la salita-isla para trabajar en su cuento-océano. Mientras tanto, salíamos de nuestros cuartos para corretear libres por la cocina-bosque, el pasillo-sendero, el comedor-huerto. Si preguntaban por ella, contestábamos que no estaba y que no volvería hasta muy tarde. Creo recordar que éramos felices.
(Escrito para REC)

Cortes en el hule

Cortes en el hule

    —Los Reyes Magos no existen —oí cuchichear a mi hermana mayor al oído de Berta, su mejor amiga.

            Hacía justo una hora que había llevado mi carta a correos para SS.MM. y, de la impresión, dejé caer el pan de la merienda. Tenía seis años y ya sabía demasiado como para haberme dejado engañar tanto tiempo. Por poner un ejemplo de cuanto sabía: antes de agacharme a recoger del suelo la rebanada de pan untada con Tulicrem, ya estaba segura de qué lado habría caído, y de lo que me iba a decir mi madre.

            —Justo cuando acababa de fregar el suelo. Anda, vete a tu habitación y deja que lo limpie todo. Y no, no hay más merienda. Cenarás más.

            O sea que ya sabía bastante como para suponer que lo que acababa de oír era una fantochada de mi hermana. Siempre se hacía la graciosilla cuando estaba con Berta. Pero yo tenía prueba de la existencia de los Reyes. En unas Navidades pasadas recordaba perfectamente haberlos visto llegar desde la ventana de mi habitación.

            —Candela, ¿por qué dices que los Reyes no existen? —pregunté entonces al ver que mi madre había ido a por el friegasuelos y que no nos podía oír.

            —No, no dije eso —me contestó antes de salir riendo y corriendo de la cocina, cogidas, Berta y ella, de la mano.

            —¿Y a ti qué te pasa ahora? —me preguntó mi madre que entraba de nuevo con pocas ganas de perder más tiempo.

            —Dice Candela que los Reyes no existen —contesté. Y para fingir que a mí me daba un poco igual que existiesen o no, me puse a hacer una «o» en la mesa con las migas de las meriendas de mi hermana y de su amiga.

            —No le hagas caso, y deja de hacer eso con las migas, mira, se meten en los cortes del hule. Y digo yo, peor sería que los padres no existiesen... ¿no?

            Aquella noche de Reyes me fue imposible dormir. La respuesta de mi madre me había dejado ante un problema tan complicado de resolver como los de doña Matilde cuando quería que contestásemos en menos de dos segundos a tres por ocho. ¡Si solo teníamos diez dedos cómo íbamos a poder calcularlo!

            El caso es que a la mañana siguiente tenía claro que si había que escoger —porque parecía que sí, que era obligatorio escoger— entre un mundo sin Reyes Magos u otro sin padres, escogería el primero.

            Al abrir los regalos me di cuenta de que una vez más faltaban muchas cosas de mi lista y que, sin embargo, había otras que nunca se me hubiese ocurrido pedir, como bragas y calcetines. A mi madre pareció gustarle el nuevo hule para la cocina, el mismo que hacía unos días había visto en el escaparate de la droguería de la esquina camino del cole.

            —Tendré que pedírselo a los Reyes —había dicho guiñándome el ojo.

Aquellos domingos

Aquellos domingos

Cuando a mi hermana mayor le dio por fijarse en los chicos, se hizo fiel seguidora de nuestro equipo local de fútbol. No se quería perder ningún partido.

—Acompañarás a tu hermana —había decretado mi madre en el mismo tono de voz con el que don Abel, el párroco, nos recordaba que amasemos a Dios por encima de todas

las cosas. Y a mi porqué de tal decisión, contestó lo que en aquella época era de lo mejor en jugadas maternales y paternales—. Porque lo digo yo.

Y así empezaron un montón de domingos con misa mayor por la mañana y partido por las tardes. Iba con el mismo ánimo a las misas como a los partidos, llegando a ser estos últimos como las prórrogas de las primeras.

Durante cierto tiempo no supe de la misa la media en cuestión de fútbol,  pero palabras como córner y penalti me llegaron a ser familiares. Así que cuando sorprendí a mi madre decir a la vecina —en gran secreto—que qué pena y vergüenza que la hija de la Paqui se tuviera que casar de penalti, no me quedó más remedio que interesarme por las reglas de un juego que tal vez entrañase ciertos riesgos. Y ahora que lo pienso... fue más o menos en esa época cuando a mí también me empezaron a gustar los chicos. 

#historiasdefútbol

DOSCIENTOS OCHENTA AÑOS DESPUÉS

DOSCIENTOS OCHENTA AÑOS DESPUÉS

Estamos en mayo del 2018. Tal vez parezca de más que lo precise, pero no sea que os vayáis a pensar que el parto del que voy a hablar remonta al 1738, año en el que la madre de Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de «El perfume» de Süskind, acababa de dar a luz. Ella lo hacía de pie, mientras trabajaba destripando pescado en medio de inmundicias. La chica de mi historia también acaba de dar luz, solo que unos siglos más tarde, en una cama y en un sitio totalmente aséptico. 

Entonces, ¿en qué se asemejan tanto estos dos hechos?... En que las dos mujeres « solo querían que los dolores cesaran». Pero he aquí que si la madre de Grenouille no tenía nada que hacer aparte de aguantarse, nuestra mujer de hoy tampoco lo tuvo fácil. La matrona de turno, una discípula de Teresa de Calcuta —que aseguró en más de una de sus entrevistas que «el dolor es un regalo del cielo»— había llegado a su trabajo con intención de regalarle una gran dosis de «buen» dolor a la primera parturienta que le tocase.
—Estas jóvenes de hoy no tienen aguante, son unas quejicas —respondió la matrona al padre, que se permitió sugerir una sola vez en el transcurso de largas horas, que, quizás, se podría hacer algo más para que su mujer y el bebé no sufrieran tanto.
Doscientos ochenta años y veinte horas de dolor más tarde terminaron en cesárea. Una cesárea que podía haberse realizado mucho antes.
Al nacer por cesárea el pequeño y su madre no podían gozar «del piel con piel», un momento sin embargo muy importante para establecer vínculos o, dicho de manera más sencilla, para sentirse de nuevo juntos después del trauma del parto.
Entonces se presentó el padre en la planta de neonatos. Él sí podía hacer «el piel con piel» con su pequeño. La responsable de la planta en aquel momento se mostró de lo más reacia a que aquel hombre cogiera a su pequeño en brazos, ¡cómo vas a saber hacerlo!, le espetó, y más reacia aún cuando al querer lavarse bien el torso —cosa que la señora no juzgaba necesaria— se quitó la camiseta dejando a la vista unos cuantos tatuajes. 
—No puedo entender cómo se puede hacer uno tatuar el nombre de una novia o de una madre —pudo oír que, despectivamente, murmuraban la jefa y su acólita. 
¿Por qué será que mientras me cuentan todo esto recuerdo esta frase del Perfume: «En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno»?

Golpe bajo

Golpe bajo

—Mira, querida...

 —No, te lo suplico, si vas a empezar una pelea hazlo bien. Déjate de "querida", de "no te lo tomes a mal, pero..." y de "no es por nada, pero tienes que saber...". Insúltame como dios manda, que sea por algo, y no te disculpes, que ya me lo tomaré como buenamente pueda. Llámame zorra o lo que te venga en gana, pero, te lo ruego, si vienes a por mí no me digas "mira, querida", porque eso sí que duele.

(Foto de veintitantos.com)

El pájaro

El pájaro

    Esta bata le queda pequeña, pensó Julia.

            Y en aquel momento se preguntó si el hombre no sería uno de esos locos de comedias americanas que se meten en un hospital para huir de la policía, se ponen la primera bata que encuentran por ahí, y terminan operando a vida o muerte a un pobre diablo. Ella era el pobre diablo.

            Todo había ido muy rápido: un cansancio inexplicable, una primera consulta a su medico de cabecera, una segunda a un especialista e, inmediatamente, un aviso telefónico para una tercera cita con aquel hombre de la bata demasiado estrecha. Inquietante eficacia, inquietante rapidez.

            Le queda realmente pequeña, volvió a pensar Julia, mientras el hombre iba hilando sus frases con la misma lentitud con la que ella, de pequeña, ensartaba cuentas de colores para sus pulseras.

            Tal vez se haya apuntado a un gimnasio y esté tomando anabolizantes, seguía cavilando Julia.

            De repente, el hombre se levantó para dirigirse hacia un panel luminoso.

            —Si quiere acercarse a estas radiografías le explicaré con más precisión lo que podemos hacer.

            Y Julia se acercó y miró aquello contra lo que «juntos» tendrían que luchar. El especialista hablaba ya con más énfasis y, llamando «mancha» a una sombra con forma de pájaro, recorrió en un movimiento de brazo cada vez más amplio su contorno con la punta del boli. Lo hizo varias veces como queriendo enjaularla. Entonces, un ruido de tela rasgada hizo que el hombre se callase y se llevara la mano al roto de la sisa. Sonrojándose, pidió disculpas por la interrupción.

            Julia pareció despertar.

            —Lo suyo solo es un descosido, no se preocupe, tiene fácil arreglo. En cuanto a lo mío...

            —Solo es una mancha y...

            —«Esperar a que el pájaro entre en la jaula y, una vez que haya entrado, cerrar suavemente la puerta con el pincel.»* —recitó Julia.

 

*Del poema de Jacques Prévert «Para hacer el retrato de un pájaro»

 

 

Cuando nadie me vea

Cuando nadie me vea

—Con lo que sobró de pan de ayer tendremos para hoy. Pero de todas formas compra una barra pequeña para desayunar mañana —digo a mi marido que se está preparando para salir.

Me doy cuenta de que ayer también escribí algo sobre el pan que sobra, ese que hay que terminar antes de poder empezar el fresco del día. Es una de esas normas no escritas que, si las sigues, dicen mucho de ti, bastante más que tu fecha de nacimiento o la supuesta clase social a la que crees pertenecer.

Tirar un trozo de pan duro no dejará nunca de parecerme un gesto vergonzoso —que me resisto a hacer, pero que terminaré haciendo, supongo—, al igual que tirar todos esos papeles, cajas, lazos y demás adornos en los que vienen envueltos los regalos.

Una de la escenas, que más me impresionó últimamente, fue cuando puede asistir —de lejos, que de cerca no hubiese podido aguantar sin devolver del asco—  al momento cumbre de una fiesta de cumpleaños de un pequeñajo de unos cinco años.  Sentado como en una especie de trono, y mientras sus amigos iban gritando como posesos «¿qué será?, ¿qué será?», él arrancaba, con una impaciencia cercana a la furia, metros y metros de papeles y cintas, de texturas sedosas y colores a cada cual más deslumbrante. Apenas nuestros rey había conseguía ver el contenido del regalo, que una gentil animadora —responsable de uno de los diez cumples que en aquella nave se celebraban— se lo quitaba de las manos, para evitar que terminase en el suelo, pisoteado y sepultado bajo toneladas de embalajes, manchados de tarta y de vertidos de coca cola sin cafeína.

Si un día veis salir cierto resplandor de un contenedor de papel, será que allí habrán ido a parar todos aquellos adornos que envolvieron los regalos que, durante años, tuve la gran suerte de recibir. Los tiraré con mucha tristeza y mucha vergüenza, pero se me están llenando los armarios y cajones, y no es cosa. Así que lo haré de noche cuando nadie me vea. 

El eructo

Bucear en la charca que había junto a la casa azul —después de emborracharse del aire de aquel aserradero de chicharras—, llegar hasta su fondo de lodo, remover en él hasta encontrar la anilla del sumidero, tirar de ella y dejarse engullir era su única salida. A veces el lago regurgitaba un brazo, una pierna… Todo se guardaba en grandes neveras por si un día. Éramos un pueblo de precavidos.

La venganza es un plato... ( ya saben cómo sigue)

La venganza es un plato... ( ya saben cómo sigue)

—No podremos salir del castillo hasta el próximo Halloween, si es que salimos —lloriquea Ana, mi hermana.

Me saca de quicio. Refugiada en el torreón, sigue empeñada en mandar wasaps de auxilio a nuestros hermanos, a sabiendas de que no hay cobertura. 
— Anda, baja de una vez, deja de quejarte y busca escobas, cubos y fregonas, que entre tanta porquería no me quedo. ¡Eh, usted, el rarito del castillo!... que lo que acabo de decir va para todos. Luego, hágame el favor de recortarse la barba, pero ojo, nada de pelos en el lavabo, que por mucho que la tenga azul, da mucho asco. 

(Ilustración del PERIÓDICO / MADRID
Martes, 20/09/2016)

No, no quiero jugar a los médicos contigo

Comento que sí, que estoy mejor, pero que aún me quedan cuatro días de antibióticos por delante.

—¡No me digas!...
La mujer (joven), que está justo delante de mí en la cola del súper —la del «no me digas»— y que se disponía a sacar una lechuga y un tomate de su cesto para pasarlos por la caja, se detiene, la lechuga en alto en su mano derecha, como si un monaguillo hubiese tocado la campanilla para la elevación de una lechuga en una misa ecológica.
—Pues sí, te digo —contesto (a la defensiva, ceño fruncido y carraspeos que desencadenan una tos de cantera en la que trabajan tres camiones). 
—Miel con limón y homeopatía. No entiendo que la gente se sigua envenenando con esas porquerías —me dice la doctora de los cojones.
No contesto nada y coloco mi jamón de york y mis cuatro yogures en la cinta transportadora. 
La veo pagar, abrocharse de nuevo el anorak y horror de los horrores... me espera.
—Mira, yo estoy con un catarrazo que no veas, pero ni antibiótico ni nada de toda esa mierda que te recetan. Mucha agua y homeopatía. En una semana estaré como una rosa. 
Entonces con mi mejor sonrisa, falsa evidentemente, le digo que vale, que dentro de unos años, veinte o treinta, cuando tal vez haya tenido que pedir recetas de morfina para su madre en fase terminal, o cuando quizás haya tenido que ver cómo operan e inundan a su peque de antibióticos para salvarle de una peritonitis, o cuando, pongamos el caso, haya añadido (por su cuenta) una o dos gotas más de ansiolítico en el vaso de agua de su padre, para aliviar la angustia creciente del que no puede recordar ni su nombre... entonces, solo entonces, estaré dispuesta a hablar con ella de las maravillas de la homeopatía.
—¿Dentro de treinta años? —se sonríe (sonrisa torcida, narices de aquí alguien se ha tirado un pedo y yo no he sido).
—Ya, no me hagas caso —le digo—, dentro de treinta años tú seguirás como una rosa, y yo me habré muerto. Y me río. Y es de verdad.

Muerte de una sombra

Muerte de una sombra

No pudo seguir adelante sin ella, y yo solo supe escuchar su triste historia.
La mujer de la que era sombra se había enamorado.
–Seré tu sombra —había dicho la joven a su centelleante amado–, siempre me tendrás a tu lado.
–¿Entonces quién iba a ser yo? –me preguntaba ahora la silueta oscura en aquella pared encalada de callejón–, ¿cuál iba a ser mi porvenir?, ¿ser la sombra de una sombra? ¡Ni hablar!
Intenté consolarla pero no sirvió de nada. Me despedí de mi fugaz amiga con lágrimas en los ojos. No sé cómo lo hizo ella, aún no sé cómo lloran las sombras.

(Escrito para REC, ilustración: creepypasta/images)

Sin título

El lunes gotea contra mi cristal. Se volverá a formar el charco de la entrada al parque. Tendré que comprar patatas, que sin patatas en casa no me gusta estar. No creo que pueda saltarlo, lo tendré que sortear como las viejas, como si para ir a Madrid desde Asturias pasase por Barcelona. El lunes gotea contra mi cristal. Sí, vale, esto ya lo saben, años atrás ya os lo dije. Tengo que borrar el teléfono de mi madre y comprar patatas.

Reflexiones

Reflexiones

Me gusta ir hasta la ría y observar a los pescadores que jalonan el muro. ¿Cómo es posible que esos tíos (en un noventa por ciento son tíos) puedan estar tanto tiempo con los ojos puestos en un flotador a la espera de una picada? ¿Qué tipo de paciencia es esta que contradice aquello que se suele oír por ahí?:
—¡Qué va!... No puedo contar con él para nada, no tiene paciencia. (Suspiros) Ya se sabe cómo son todos. (Muecas claras de solidaridad) 
Y como soy tan mal pensada, y que una cosa lleva a la otra, los imaginaba regresando a casa.
—Oye, Pepe, no me dejes todo aquello tirado en la entrada que acabo de fregar, y además huele que tira pa'tras.
Total, que yo creo que lo de los congelados es un buen invento, aunque desde hace algunos meses, y por culpa de una nueva tienda de congelados, procure evitar ir a Avilés por la nacional. A la altura de Lidl y de Día siempre pillo el semáforo en rojo, y por mucho que lo intente no puedo abstraerme del enorme anuncio de la dichosa tienda. ¿Cómo será una sesión brainstorming entre publicitarios para anuncios de productos low-cost?
—Oye, no nos rompamos la cabeza, que aquello va dirigido a pobres desgraciados que no se van a fijar; total, están hechos para comprar/comer/ la primera mierda que se les ofrece. 
Y aquí el porqué de sus «zancos» de pollo, que más que «zancos» de pollo parecen muñones puestos en formol. Los dos minutos de parada en el semáforo viendo aquello se hacen eternos y temes "potear". (No me gusta esta palabra, pero está a la altura de sus anuncios.)
A todos estos cutres publicitarios y hombres/mujeres de negocios low-coast, les diría que si fuesen a comer a casa de esas desgraciadas compradoras (en un noventa por ciento son tías) estarían muy sorprendidos de ver cómo se las ingenian (la mayoría tuvimos/tenemos o tendremos que hacerlo en un momento) para transformar en verdaderas obras de arte sus mierdas de productos. Pero, ¡qué sé yo!, igual ni se sorprenderían porque son unos patanes y, además, yo ya no paso delante del anuncio. Voy a Avilés por la variante.